Destrucción, patrimonio y distopía: notas sobre la iconoclastia en la ciencia ficción.

Destruction, heritage and dystopia: notes about iconoclasm in sci-fi.

Enrique Meléndez Galán

Doctor en Patrimonio

emelgal@gmail.com

Recibido: 20/02/2021 / Aceptado: 03/03/2021

Resumen.

       El presente escrito busca poner el foco en películas de tintes distópicos en las cuales se puede apreciar la destrucción de monumentos o elementos patrimoniales no solo como parte de un espectáculo visual, sino también como símbolo o refuerzo semántico de la trama. Para ello, ahondaremos en las raíces de conceptos como el de iconoclastia que nos permitirán hacer un recorrido por la Historia del Arte y la Historia Reciente mediante el cual se establecerán las bases de otros más complejos como el de “trauma cultural” o “iconoclash”. Así, de la realidad a la ficción, estableceremos paralelismos y buscaremos los enlaces e identificaciones asentados en el inconsciente colectivo que nos permitan entender el poder de la destrucción del patrimonio en el cine.

Palabras clave.

       Cine, Destrucción del Patrimonio, Distopía, Iconoclastia, Ciencia Ficción.

Abstract.

       This paper focuses on dystopian films in which we can watch the destruction of heritage or cultural elements, not only as a part of a visual spectacle, but also as a symbol or taking an important meaning for the plot. According to this view, we will delve into the origin of a few concepts, such as iconoclasm, which will allow us to direct our way across different periods of Art and Recent History to establish more complex concepts like “cultural trauma” or “iconoclash”. Thus, from fact to fiction, we will draw parallels, and find links or images between one and another, which, immersed in the collective unconscious, could be a crucial line of research to understand the power of the destruction of our heritage in films.

Keywords.

       Cinema, Destruction of Heritage, Dystopia, Iconoclasm, Science-Fiction.

Sugerencia de cita / Suggested citation: Meléndez Galán, Enrique (2021). Destrucción, patrimonio y distopía: notas sobre la iconoclastia en la ciencia ficción. Distopía y Sociedad: Revista de Estudios Culturales, 1, 105-117.

1. INTRODUCCIÓN: SOBRE LA ICONOCLASTIA Y LA DESTRUCCIÓN DEL PATRIMONIO.

     En abril de 2019 la catedral de Notre Dame de París sufrió un devastador incendio que atrajo la atención mundial debido al impacto que suponía ver arder un símbolo del arte medieval cristiano occidental y del patrimonio mundial. Una de las grandes obras de arte de la humanidad sufría irreparables daños en sus cubiertas y se pudo ver en directo en todo el mundo como la aguja levantada por Viollet-le-Duc se desprendía y nos traía a la memoria, como bien recuerdan Cantón y Galindo (2019), el atentado y posterior derrumbe de las Torres Gemelas del año 2001.

     Estos autores, en un interesante paper publicado pocos meses después del accidente, recogían como toda una biblioteca visual se viralizó en las redes sociales, haciéndose eco del acontecimiento y, por supuesto, como se aprovecharon de dichas imágenes diferentes activos políticos e ideológicos para difundir bulos y desinformación con los que esparcir un discurso de odio y xenófobo hacia el islam. Falsas atribuciones de terrorismo, conspiraciones y mentiras invadieron los diferentes hashtags en redes como Twitter o Instagram aprovechando el golpe emocional que suponía ver cómo se consumían las cubiertas del templo parisino. En esencia, como recogían en sus conclusiones, “cuando no se dispone de información de calidad al respecto, es fácil sembrar el desconcierto y la paranoia agitando imágenes grabadas en la memoria y el imaginario colectivo” (Cantón y Galindo, 2019, p. 54).

     Imágenes, como se citaba anteriormente, que realmente se encuentran grabadas en el inconsciente de las sociedades y conocidas por los estudiosos del tema, pues la destrucción de elementos patrimoniales bien por causa del hombre o por catástrofes naturales supone siempre un duro golpe en el corazón de las sociedades; no ya solo en aquellas para las que supone un símbolo religioso o cultural, sino también para las personas que, desde la distancia o la no implicación directa, conciben la historia del arte y el patrimonio como un valor universal.

     De este modo, es precisamente ese valor que se imbuye a las imágenes, al patrimonio, al monumento o a la obra de arte lo que ha provocado que estas creaciones hayan sido objeto de veneración y, por supuesto, objetivo de ataques por parte de sociedades, culturas o creencias rivales. Así, a lo largo de la Historia del Arte, aunque los más conocidos actos ligados al término iconoclastia puedan ligarse tradicional o académicamente a momentos puntuales como los siglos VIII y IX del Imperio Bizantino, son muchos los episodios en los que piezas de lo considerado sagrado o simbólico han sido destruidas por diferentes y muy variados motivos. Se puede citar, por ejemplo, los ataques de Cinegio durante el gobierno de Teodosio hacia los templos de Oriente próximo y Egipto, destruyéndose también numerosas estatuas por la creencia de poder albergar demonios en su interior por ser poseídas por los dioses paganos (Tomás, 2016). Otros motivos para la destrucción podían ser también los contrarios, que dichas imágenes no fuesen capaces de albergar realmente la esencia espiritual de aquello que adoraban y que, por tanto, era una práctica idólatra que podía entenderse como herejía, como el caso ya citado de Bizancio, los dulcinianos en el siglo XIII o las revoluciones puritanas de los siglos XVI y XVII hasta llegar a la contemporaneidad con ejemplos como la corriente wahabita del Islam y extremismos derivados de dicha variante como el salafismo; interpretaciones del Corán que han nutrido la ideología de grupos terroristas como Al Qaeda o el Dáesh, por supuesto minoritarios en comparación con todos los creyentes del Islam, los cuales han provocado la destrucción de obras como los restos arqueológicos de Palmira (Delgado y Martín, 2019). Para estos dos autores es precisamente lo que llaman y se considera “intocable” de algunas culturas, lo que suele ser el principal foco tanto de reverencia, como también de “temor, exaltación, arrobo, postración y otros sentimientos excepcionales, incluso el desprecio y el odio” (p. 184).

     No obstante, ha sido en los siglos XX y XXI cuando la voluntariedad de destrucción del arte, en especial la arquitectura, ha sido utilizada para poner en jaque a las culturas consideradas rivales. Así, como apuntan Bonti y Lijtenstein (2020), “el daño ocasionado a los bienes del patrimonio cultural no apunta a destruir únicamente el aspecto físico de la obra, sino que también tiene una connotación simbólica” (p. 98). Esta idea nos permite introducir y enlazar con el tema del presente escrito trayendo a colación la película V for Vendetta (McTeigue, 2005), adaptación de la obra homónima de Alan Moore (1982-1989). En una de las primeras escenas de la cinta, el personaje conocido como V escenifica toda una gran puesta en escena para hacer explotar el Old Bailey, edificio ligado a la tradición legal británica. Junto a la música y los fuegos artificiales, el particular protagonista profiere un discurso en línea con las palabras anteriormente parafraseadas:

El edificio es un símbolo, como lo es el acto de destruirlo. Los símbolos solo tienen el valor que le da la gente. Por sí solo un símbolo no significa nada, pero, si se unen muchas personas, volar un edificio puede cambiar el mundo (McTeigue, 2005).

     Al fin y al cabo, en lo que coinciden numerosos autores es que estos actos violentos no se basan en cuestionar la naturaleza sagrada, reverencial o reveladora del elemento objetivo de agravio, sumisión o destrucción, puesto que los que los cometen realmente están convencidos de la importancia de dicho elemento y del valor intrínseco que posee la obra profanada (Delgado, 2015; Tomás, 2016; Checchi, 2018; Del Rey, 2020). Volviendo a las palabras de Bonti y Lijtenstein (2020), “así como la construcción de monumentos, edificios o ciudades representa la encarnación de una ideología y transmite un mensaje, lo mismo sucede con su contrario: la destrucción” (p. 99), palabras ciertamente evocadoras del mensaje que transmite V, en la obra anteriormente mencionada.

Así, además de los conflictos de fe que puedan existir, la iconoclastia y la destrucción intencionada de elementos patrimoniales buscarían, en el fondo, provocar un daño y una desestabilización en la moral religiosa o cultural del enemigo que se quiere batir. Con ello, se busca materializar el vencimiento y la imposición de unas ideas, régimen, sociedad o rival político, atrayendo el foco de atención y aglutinando alrededor del acto ya no solo a los agentes destructores, como los llama Del Rey (2020), sino también a la masa que acude a observar dicho acontecimiento.

Esto queda completamente puesto de manifiesto en el caso del terrorismo, para el cual la violencia sea contra las personas o, como tratamos en este caso, contra el monumento no es un fin en sí mismo, sino un medio para otro aún mayor y para el cual la difusión de la imagen a través de los medios de comunicación es fundamental, como recuerda Ruiz de Azcárate (2015):

Existe una fuerte implicación de los medios de comunicación en lo que concierne al terrorismo, ya que éste, para ser eficaz, necesita de la participación activa de aquellos. Pero no se considera una acción comunicativa por sus pretensiones propagandísticas o su deseo de obtener publicidad, sino porque esa necesidad de trascendencia y un impacto públicos esconde una superación de la violencia como fin en sí misma. Su verdadero objeto no son las víctimas o los daños, sino que una sociedad o un determinado grupo se sientan amenazados. La violencia es una forma de comunicarse con aquellos a quienes realmente van dirigidas sus acciones, convirtiéndose así en el medio para conseguir sus objetivos. Los medios de comunicación les permiten llegar a los destinatarios finales. Emplean acciones físicas violentas donde lo importante es el impacto psíquico que provocan; terror, miedo, que causará en las víctimas una sensación de vulnerabilidad y desprotección y una exigencia hacia los gobiernos de actuar en su defensa, que en ocasiones les lleva a considerarlo débil y a este, a actuar más allá de los límites marcados por la Ley. Al final, de lo que se trata es de un intento por alcanzar el “centro de gravedad” de cualquier sociedad avanzada: su opinión pública (p. 6).

     Como podemos apreciar, tanto el icono, el monumento o la obra, así como la propia visión de su destrucción, conforman imágenes cuyo potencial, tal y como recuerda Carmen Alicia Di Pasquale (2020) puede afectar al espectador. Para ello, cita a algunos estudiosos de la imagen como Michael Fried (1980) y lo que este denominó como “el efecto Medusa”, mediante el cual, en este caso una pintura, atrae, apresa y fascina al espectador, inmovilizándole y, a la postre, afectándole. Una suerte de Síndrome de Stendhal, donde la fascinación por la destrucción atrapó a la gente con los vídeos de la voladura de los Budas de Bamiyán, el atentado de las Torres Gemelas o el destrozo de Palmira, sublimando a muchos espectadores por el dolor de la pérdida tanto patrimonial como, en su caso, de vidas humanas. Son síntomas, en esencia, de los dos cambios principales que alude Claire Smith (2015) sobre destrucción y propaganda: por un lado, un terrorismo moderno que ha puesto en su foco estos iconos culturales y, por otro, el carácter cambiante de los medios de comunicación de masas hacia las comunidades conectadas en red, cuya capacidad de viralización los ha convertido en la vía perfecta para la difusión de estas imágenes. Advierte así esta autora de cómo el Patrimonio de la Humanidad se encuentra especialmente amenazado y es extremadamente vulnerable hacia los ataques de aquellos grupos que tengan la propaganda como base de su agenda de actuación.

     No obstante, cuando nos enfrentamos a ello en la ficción, el sobrecogimiento que sentimos por tales actos en la realidad se ve ahora imbuido por un aura de fantasía que nos permite vislumbrar y quedar atrapados por el fin del símbolo sin el dolor que nos supone el sentir la pérdida real. En este sentido, sobre cine y destrucción, es oportuno traer a colación las palabras vertidas por Jesús Palacios y recogidas en la obra de Fernández-Savater (2013):

El concepto de catástrofe o desastre en el cine es tan abierto que puede dar cabida a muchos elementos de atractivo irresistible para el espectador. Aunque, eso sí, partiendo de uno básico: el espectáculo de la destrucción masiva. Este, creo, es el elemento fundamental que atrae al espectador: dar rienda suelta al nihilista que todos llevamos dentro. Es un auténtico ejercicio de liberación poder contemplar como símbolos de poder, tradición y normalidad, como la Estatua de la Libertad, el Capitolio, la Torre Eiffel o el Big Ben, son reducidos a polvo y cenizas. Existe una extraña satisfacción en ver cómo los artefactos más sofisticados, complejos y espectaculares desarrollados por la civilización humana –aviones supersónicos, transatlánticos de lujo, rascacielos babélicos…–, se vienen abajo como castillos de naipes, refutando todo el orgullo y la presunción de sus creadores (sección de Jesús Palacios, párr. 3).

2. LA SEMÁNTICA DE LA DESTRUCCIÓN: TRAUMA CULTURAL, PROPAGANDA E ICONOCLASH EN LA REALIDAD Y EN LA FICCIÓN.

     La pérdida del patrimonio para un pueblo, como recuerda Cortés Jiménez (2019), puede acabar siendo el desencadenante de una crisis de autoidentificación y supone un riesgo de diluir su cultura con el paso del tiempo. Esto, a la postre, podría desembocar en una conflictividad vinculada tanto al resentimiento frente a los que le han agraviado como en luchas internas en la búsqueda de una nueva emancipación e identidad, si no acaban renunciando a ella en virtud de otra impuesta o asimilada. En el caso de conflictos armados, la guerra contra los edificios no deja de formar parte de esa intención de minar la moral del enemigo. Conceptos como el de “warchitecture” estudiado por Herscher (2008), y creado por la Asociación de Arquitectos de Sarajevo en 1993, permiten reflexionar y aplicar los conceptos propios de la interpretación de la arquitectura a la destrucción de la misma. Así, rompiendo esa barrera entre construcción y destrucción, entre guerra y arquitectura, se pueden llegar a sacar conclusiones e interpretar la violencia ejercida sobre las ciudades, el patrimonio cultural y la arquitectura en tiempos de guerra.

     Al fin y al cabo, ese afán por destruir los símbolos identitarios para causar daño irreparable en sociedades enteras no deja de ser sino la búsqueda de provocar lo que se denomina por parte de diferentes autores como “trauma cultural” (Smith, 2015; Baelo-Allué, 2016) y que Affuso y Michienzi (2016, p. 216), bebiendo de Alexander (2006) definen así:

El trauma cultural tiene lugar cuando los miembros de una colectividad se sienten afectados por un acontecimiento terrible que ha dejado una marca indeleble en su conciencia de grupo, marcando sus memorias para siempre y mutando sus identidades futuras de manera profunda e irreversible.

Los más inmediatos acontecimientos que se vienen a la memoria sobre ello son en su mayoría cometidos por el terrorismo, siendo quizás el más impactante, por marcar un antes y un después, el ya mencionado atentado del 11S. El trauma cultural que supuso, así como el trauma físico en las víctimas y familiares, marcó emocionalmente a todo un país. Asimismo, dicho impacto en el corazón de la sociedad mostró su reflejo en los numerosos estudios y publicaciones, así como en una ingente cantidad de obras de ficción que, inspiradas en los acontecimientos, aportan una perspectiva o un nuevo modo de acercarse a dicho trauma, generando diferentes e interesantes posturas que recoge Baelo-Allué (2016). La difusión de la violencia gráfica de la destrucción del World Trade Center no tuvo precedentes por el alcance psicológico que supuso el acto terrorista, con numerosos registros visuales tanto del ataque como de los momentos posteriores y recogidos, como recuerda Smith (2015), desde numerosos ángulos, conformando una anatomía de la masacre y destrucción. Esto es, precisamente, lo que ha garantizado también el hecho de que el terror allí acontecido se haya seguido reviviendo y experimentado, prolongando su duración y remarcando esa idea de trauma cultural.

En este sentido, las destrucciones más recientes provocada por el Dáesh en el Museo de Mosul o en Palmira no solo sirvieron para poner en evidencia las políticas de conservación efectiva de obras de arte en zonas de conflicto, sino que recalcan un efectivo modo de difundir terror a través de los medios de comunicación de masas, así como una banalización o contradicción del discurso tradicional que podríamos denominar “iconoclasta” y que comentábamos en el primer epígrafe del presente artículo. En este sentido, la destrucción de Palmira, como comentábamos anteriormente, no era el fin en sí mismo, ya que la iconoclastia que se destila desde este terrorismo va más ligada a producir este trauma cultural en el enemigo que a destruir esos ídolos por considerarlos paganos o contrarios a su fe. Una contradicción que se puede apreciar al servirse de las propias imágenes para difundir su mensaje o al financiarse con el expolio y venta de muchas de estas piezas (Elices, 2020). Volviendo a la importancia de la propaganda, un primer ejemplo de esto se tuvo en el ya mencionado caso de los Budas de Bamiyán. Como recoge Smith (2015), junto con el 11S fue uno de los primeros ejemplos del uso de las comunicaciones modernas en la magnificación del impacto de la destrucción del patrimonio cultural. Al fin y al cabo, ambas acciones, como recuerda esta autora, buscaron producir un impacto en todo el globo, aunque con una diferencia fundamental; que el atentado del World Trade Center se cobró la vida de más de 2700 personas, mientras que el impacto de la destrucción de los Budas no conllevó la pérdida de vidas humanas. Así, esta autora entiende como esa simbólica destrucción provocada por el régimen talibán y retransmitida a nivel global fue el primer ejemplo de destrucción del patrimonio entendido como propaganda.

     Dicho acto propagandístico basado en la destrucción es fácilmente hallable en las obras de ficción distópica fílmica o televisiva. Es el caso del episodio Jahr Null (Overmyer y Strick, 2018) de la serie The Man in the High Castle(Spotnitz, 2015-2019), una distopía contrafáctica basada en la novela de Philip K. Dick (1962) en la que los nazis han ganado la II Guerra Mundial y se reparten el territorio norteamericano con el Imperio Japonés. En este episodio, el Reich asentado en territorio estadounidense busca romper con el pasado y minar la moral de los disidentes norteamericanos a través de la destrucción de la Estatua de la Libertad. De este acto se pueden extraer dos aspectos interesantes. En primer lugar, todo el ritual que envuelve al acto destructivo: los jóvenes uniformados, los fuegos artificiales, los discursos, etc. que realzan el carácter festivo de un momento histórico para el gobierno nazi del nuevo Reich americano. Por otro lado, el aspecto de la trama en la que se encomienda a una directora a que todo el acto quede bien recogido, grabado y difundido, buscando los mejores lugares desde donde situar la cámara para potenciar la espectacularidad del mensaje propagandístico que se quiere transmitir.

Así, la destrucción del patrimonio que se observa en esta obra de ficción recoge perfectamente algunos de los parámetros mencionados en los párrafos anteriores, en los que resaltamos que tan importante es para los perpetradores el acto de destruirlo como el acto de difundirlo, lo que nos lleva a traer nuevamente a colación al autor Jorge Elices (2020)

Derivada justamente de esta percepción simbólica y política que envuelve al monumento histórico, cabe destacar también que las estatuas son destruidas o mutiladas de forma ritualizada (…) los terroristas de DAESH destruyeron las estatuas [del Museo de Mosul] a golpes de martillo y taladro, ralentizando el video para subrayar el momento del desplome de la estatua, pasando por encima de ellas con bulldozers. Con ello, la destrucción adquiere una nueva dimensión, constituye un acto político, una represalia violenta o una declaración de guerra. La destrucción de la estatua queda equiparada a la destrucción del enemigo (…) Los monumentos también deben ser destruidos pues son evidencias de culturas previas al islam, vestigios del pasado colonial y autocrático de la región y testimonios de una soberanía extranjera u opuesta a los dictados del islam (p. 183).

     No es de extrañar, por tanto, que en la propia ficción televisiva que aquí comentamos, la producción y el equipo artístico encargado de los efectos visuales pusiera especial atención en cómo tenía que apreciarse la destrucción de la Estatua de la Libertad, símbolo del pasado anterior democrático estadounidense, para resaltar todo el dramatismo posible. Los propios encargados de llevar a cabo la producción de dicha escena resaltaban como buscaban que la mano de la antorcha saliera despedida y girase de diferentes formas antes de acabar cayendo en el agua (Deadline Hollywood, 2019). Una espectacularidad que se puede apreciar en otras obras de Ciencia Ficción –Escape from New York (Carpenter, 1981) o Planet of the Apes (Schaffner, 1968)–, incluso llevado a extremos en obras como Cloverfield (Reeves, 2008), en las cuales la Estatua de la Libertad ha sufrido numerosos percances, ya que, tal como recuerda Ferrer (2017), “encarna el centro icónico por antonomasia de la gran capital del mundo, el punto cero del que parte la desolación cuando sucede el cataclismo” (p. 89); siendo en este sentido las disaster movies, interesantemente estudiadas por Luis Carlos Martín (2014), las que pudieron revivir en los años noventa gracias precisamente a todos los avances tecnológicos conseguidos en materia de efectos visuales.

     Esto también es fácil extrapolarlo a otro tipo de patrimonio, en este caso bibliográfico o también documental, que ha sufrido enormemente los efectos destructivos. Es el caso, por ejemplo, de la quema y guillotinado de numerosos libros por parte del bando sublevado durante y posterior a la Guerra Civil española. Al fin y al cabo, esta depuración y expurgo de libros se correspondía con una estrategia aún mayor de control editorial. La profesora Martínez Rus (2017) exponía que la quema de libros era solo una parte más del proceso que continuaba con el control de las bibliotecas, de los almacenes y de las librerías; y que se consolidaba con la censura para controlar la oferta, ya que “la censura por sí sola no tenía sentido, o al menos resultaba insuficiente” (p. 36). Era todo, como continúa esta autora, un remedo de la campaña propagandística y mediática que el Ministerio de Joseph Goebbels llevó a cabo en Alemania durante el nazismo, causando un gran impacto a nivel mundial la quema de miles de libro entre los meses de mayo y junio de 1933 en diferentes puntos de la geografía del país germano.

     No es de extrañar, por tanto, que esta práctica de destrucción de obras literarias se pueda apreciar en varias obras del cine distópico, las cuales sirven para poner ante el espectador recuerdos de experiencias vividas en la historia reciente y que, por este motivo, impactan aún más. Es el caso de las dos versiones cinematográficas de la novela de Ray Bradbury Fahrenheit 451 (1953).En estas obras, ya no existe una contraposición entre libro “bueno” y “malo”, como se podía entender del estudio del conflicto fratricida español (Martínez Rus, 2016). Aquí todo tipo de lectura de obras literarias queda prohibida y perseguida por un cuerpo de bomberos que, lejos de extinguir los incendios, los crea para que las llamas envuelvan la literatura. Ambas versiones fílmicas, tanto la de Truffaut (1966) como la de Bahrani (2018), beben de la obra de Bradbury para poner imagen a la distopía imaginada por el escritor norteamericano. De hecho, Valeria Camporesi (2016) tilda la metáfora de “clarísima” precisamente por todos los episodios históricos que han llevado consigo la quema y destrucción de libros, “desde la inquisición, hasta la agresión violenta perpetrada por los nazis a la cultura” (p. 52).

En el caso de Truffaut (1966), esa preocupación por la imagen y por su transmisión a través de los medios de comunicación queda puesta de manifiesto, como apunta Rodrigues (2016), en el comienzo de la propia obra, cuyos primeros fotogramas son imágenes de antenas de televisión que se suceden una tras otra mientras una voz narra los créditos de introducción, poniendo de manifiesto el conflicto de la obra entre imagen y texto. Una contraposición que también comparte Camporesi (2016), quien entiende cómo Truffaut expone por un lado a los libros como garantes de libertad y a la televisión, por otro, como vehículo de propaganda del régimen distópico, algo visto también, como apunta  Williams (2006), en la película V for Vendetta (McTeigue, 2005), donde tanto una familia de clase media, los ancianos de una residencia, los parroquianos de un pub o una familia de clase trabajadora perciben los discursos del régimen a través de las pantallas. Volviendo a la obra de Bradbury (1953), en la versión más reciente de 2018 del director Ramin Bahrani, podemos apreciar, apoyándonos en lo escrito por esta profesora, cómo se da un paso más allá y el papel tan importante que jugaba en la versión de los años sesenta la televisión aquí se ve desplazado por la presencia de las redes sociales, en las cuales se comparten las imágenes de la destrucción de los libros y se suceden los likes por los actos de un cuerpo de bomberos mediatizado, siendo en este caso la red también la que juzga los diferentes actos que presencia.

Además, tanto la obra escrita como sus dos versiones fílmicas son interesantes por la presencia de los personajes que memorizan las creaciones literarias. Estas personas-libro se aseguran de que, a pesar de la destrucción de la palabra, la literatura nunca desaparezca, buscando la transmisión a las generaciones futuras de sus obras favoritas. En este sentido, se puede hacer una analogía entre estos bookmen de la obra de Bradbury (1953) y los tesoros humanos vivos, una figura de creación relativamente reciente por parte de la UNESCO y que pretende poner bajo protección aquellas personas cuya sabiduría, habilidad o técnica para el desarrollo y preservación de una cultura inmaterial sean consideradas excepcionales (UNESCO, s.f.). Por otro lado, el hecho de que estos bookmen encuentren refugio fuera de los núcleos urbanos, como recuerdan Halper y Muzzio (2007), traería a colación una suerte de contraposición entre las ciudades y la naturaleza que es común en numerosos filmes de este género distópico (Meléndez, 2019).

Volviendo al terreno del patrimonio material, las películas basadas en la novela de Bradbury (1953) también nos dejan algunas imágenes interesantes como las de las bibliotecas, espacios de acumulación de piezas únicas que encuentran reminiscencias en otras obras de ficción distópica. Es el caso de la ya citada V for Vendetta (McTeigue, 2005), donde el personaje de V en su guarida alberga una auténtica wunderkammern; o Equilibrium (Wimmer, 2002), una distopía en la que los sentimientos están prohibidos e inhibidos por una droga y en la cual los disidentes son aquellos que pretenden conservar las emociones producidas por el arte. En ambas obras cinematográficas, los personajes de la resistencia se identifican con la cultura y el patrimonio, además, entendido desde una perspectiva universal, pues se puede almacenar desde un Corán o el Matrimonio Arnolfini, como lo hacen los personajes de Gordon o V, respectivamente, en la primera; hasta composiciones de música clásica, como en la segunda. Así, el patrimonio cobra un especial sentido, y adquiere una gran importancia en la trama por ser el recipiente de la identidad que luchan por recuperar. Al fin y al cabo, se entiende que conservando esa cultura material se puede preservar la identidad de una nación y su progreso social. Pero, más allá de reducir el patrimonio a las naciones en las que se ubica, cualquier destrucción que se sufra en este legado supondrá verdaderamente un daño y un gravamen muy serio para el conjunto de la humanidad (Dias, 2018), entendimiento que se identifica, así, tanto en la pantalla como en el mundo real.

Retornando a la obra, es muy interesante la búsqueda de destrucción de patrimonio por parte de V, como la conservación que tiene en su particular museo. En esa tensión, entre necesidad de protección y búsqueda de destrucción es donde reside el concepto forjado por Bruno Latour (2002/2008) de “iconoclash”, ya que este autor otorga a las imágenes y al arte en general la importancia política que contiene, no siendo ajeno a la realidad en la que ha sido creada, por lo que la apreciación que proponen tanto Latour como aquellos que estudian sus obras, es la de una aproximación multifocal y colectiva. Así, en lugar de quedarnos únicamente en el análisis de la imagen del acto destructivo (sea de monumentos, sea de patrimonio bibliográfico), se propone ir más allá y buscar los diferentes motivos y los diferentes tipos de iconoclastia que pueden llevar a la destrucción de la imagen (Schreiber, 2013). En este sentido, lo que defienden autores como Fischman y Sales (2014) es la necesidad de educar a la población para poder ser capaz de discernir y moverse adecuadamente en un mundo, como el actual, envuelto en actividades visuales. Al fin y al cabo, la apreciación de este tipo de actos, tanto en la realidad como en la ficción cinematográfica, supone una serie de “discursos visuales que son importantes en la construcción de nuestras subjetividades” (p. 425). Es necesario, por tanto, una educación de la mirada y entender aquello que se ve, pero, también, lo que no se aprecia a simple vista: la tensión entre imagen y los múltiples significados que contiene.

En ese no saber y en esa necesidad de una mayor profundidad en la imagen es donde reside el concepto de “iconoclash”: en la duda de si el acto violento hacia una imagen es destructivo o constructivo. Es la duda que surge cuando, por ejemplo, se vuela el ya comentado Old Bailey en la obra de V for Vendetta (McTeigue, 2005). Es la misma duda que se genera cuando vemos en la pantalla la destrucción de la Estatua de la Libertad en The Man in the High Castle (Spotnitz, 2015-2019) acompañado de todos esos fuegos artificiales y disfrutando, en la seguridad de que es ficción del hogar, de la iconoclastia.

3. DE LA REALIDAD A LA FICCIÓN Y A LA REALIDAD: CINE, PATRIMONIO Y PERMEABILIDAD.

     Comentábamos anteriormente cómo a través de la conservación del patrimonio se puede llegar a proteger la identidad de los pueblos. Pero, incluso, en la propia destrucción del patrimonio y en su ruina se puede encontrar el modo de preservar la memoria. Quizás, el mejor ejemplo de este elemento sea el edificio del Genbaku conservado en el Memorial de Hiroshima y que hoy en día se mantiene como testigo de los horrores de la guerra y como llamamiento a la paz. Un símbolo que, como bien apuntan Bonti y Lijtenstein (2020), cobra aún mucho más valor por hacer su preservación una cultura como la japonesa que no contempla la conservación del patrimonio material en los mismos términos que la tradición europea:

La conservación de la Cúpula de Genbaku, en su estado de destrucción inmaculado, constituye un recuerdo tangible pero silencioso de lo ocurrido, que deja en evidencia las consecuencias físicas de la bomba atómica apelando a la sensibilidad, promoviendo la paz mundial y luchando a favor de la prohibición de las armas nucleares (p. 104).

     Tal es la potencia de la imagen de esta ruina que, en la obra ya mencionada de The Man in the High Castle (Spotnitz, 2015-2019), se sirvieron en el episodio Escalation (Strick, 2016) de modificaciones de las fotos realizadas de este edificio para transformarlos en el Washington arrasado por el Reich alemán. En este sentido, el hecho de que se usen exactamente las mismas fotografías, aunque alteradas para cambiar el monumento, permite enlazar doblemente el mensaje. Por un lado, identifica el horror sufrido en la capital estadounidense con el provocado por ellos en el mundo real, no ficticio; y, por otro lado, asume la estética de esta ruina, hoy ya asimilada por todos, para, de forma sutil, transmitir el dolor y el sufrimiento al espectador. Así, la presentación de la ruina como eje estético o modo de reforzar la semántica de la narración en la ficción lo vemos también en otras obras de corte futurista como es el caso de Blade Runner 2049(Villeneuve, 2017), en donde se muestran las ruinas de Las Vegas, como eco de un pasado que ya no existe y al que difícilmente se puede volver, como representantes de la crisis y colapso de nuestra civilización.

     Volviendo al mundo real, es Palmira quizás uno de estos grandes dilemas de cómo actuar frente a la ruina. Al ser un conflicto aún lejos de finalizar, como recuerdan Morales, Mejía y Galeana (2017), la primera opción planteada se trata de la recuperación virtual y levantamientos 3D del sitio antes de su destrucción, sirviéndose, para ello, de los mismos software de edición, modelado 3D y efectos especiales que también se utilizan en las obras cinematográficas y cuyo desarrollo ha venido, en muchas ocasiones, ligado a la industria fílmica, como puede ser Blender, Substance, Houdini, Maya, Arnold o Cinema 4D. Esto nos invita a reflexionar, nuevamente, sobre esa permeabilidad entre la realidad y la ficción, ya que la misma tecnología usada para simular la destrucción de los diferentes monumentos en la gran (o pequeña) pantalla  es la que nos permitirá, también, poder apreciar aquellas obras perdidas por diferentes causas y paliar los daños emocionales que supone la pérdida del patrimonio. Ligado a ello, el propio acto de reconstruir un monumento supondría un nuevo símbolo, interpelado por diferentes actores sociales y culturales como un “puente entre comunidades de diversas religiones y etnias” (Al Khabour, 2019, p. 109). Dicha acción quedó además perfectamente significada, como recuerda este autor, en el levantamiento y reconstrucción del Puente de Mostar en Bosnia y Herzegovina, símbolo de la paz y de la coexistencia entre antiguos enemigos y que fue reasentado claramente con esa intención, pues se entendió como una herramienta para favorecer el diálogo, contando con un gran apoyo de la comunidad internacional.

No obstante, no es necesario que exista un conflicto militar para cuestionar, reflexionar o directamente atacar el patrimonio de nuestras ciudades. Como comentábamos anteriormente, es en momentos de colapso o crisis cuando se cuestiona el porqué del recuerdo u homenaje hacia algunos personajes. Elices Ocón (2020) menciona el caso de los colectivos que han sufrido discriminación a lo largo de la historia y que se han excluido de las narrativas propagandísticas de la historia. Mujeres, personas de raza negra, indígenas o individuos de diferente orientación sexual muchas veces no encuentran representación en el patrimonio de nuestras ciudades, lo que en ocasiones puede llevar a convertir especialmente a las estatuas en el punto de mira, como ha ocurrido en Sudáfrica, en Canadá, en Bolivia, Hungría, República Checa, India, Hong Kong y, por supuesto, España. Además, esto mismo se ha visto, con un gran impacto mediático, en los más recientes acontecimientos acaecidos en ciudades de buena parte de la geografía occidental producto del movimiento Black Lives Matter. En este caso, el asesinato por parte de la policía de George Floyd, en Minneapolis (Estados Unidos), removió la conciencia de clase y raza de numerosas personas y desencadenó el asalto a diferentes obras artísticas, siendo especialmente llamativa la destrucción de la estatua en Bristol al esclavista Edward Colston, la cual sufrió todo un escarnio simbólico por toda la ciudad hasta que acabó siendo arrojada al agua.

     En este sentido, no es comparable la destrucción que producen este tipo de movimientos sociales con la acaecida por el terrorismo en tanto que el segundo, como indica el propio Elices Ocón (2020), no da oportunidad ni espacio a la resignificación. En el caso del terrorismo el fin es el propio terror y “no busca representar a una comunidad marginada o construir una narrativa más diversa, compleja y acorde con la realidad de los hechos” (p. 186). Los actos terroristas son, como mencionábamos en el epígrafe anterior, más identificables con los ya comentados del Reich Nazi de The Man in the High Castle (Spotnitz, 2015-2019): con la voladura de la estatua de la libertad son partícipes de los mismos principios de ruptura con los símbolos del “otro”, sirviéndose del acto destructivo como máquina propagandística.

     De hecho, a la hora de mencionar movimientos sociales, estos suelen identificarse con los propios oprimidos y revolucionarios de estas obras de ficción distópica. Es el caso de numerosas manifestaciones perpetradas con las máscaras de Guy Fawkes  (BBC News, 2013) o las protestas feministas (Beaumont y Holpuch, 2018) vestidas como las criadas de The Handmaid’s Tale (Miller, 2017-), serie basada en la novela de Margaret Atwood (1985) y en donde también se ven algunos ejemplos de monumentos destruidos, como es el caso del Lincoln Memorial en el episodio Household (Fortenberry, 2019). En estos casos, se toman esos elementos de la ficción para identificarse con los oprimidos de las cintas para, a través de la estética, visualizar la protesta. Unas protestas que pueden llevar consigo, como comentábamos, el cuestionamiento de la obra pública y que nos llevaría a pensar, como en el caso de la escultura de Edward Colston, del mismo modo que hicimos cuando comentábamos la voladura ficticia del Old Bailey en V for Vendetta (McTeigue, 2005): en el concepto de “iconoclash”. Es preciso, por tanto, reflexionar sobre la ambivalencia de este tipo de patrimonio en el mundo real y de dónde provienen estas imágenes (Probst, 2012).

     Y del mismo modo que los movimientos sociales pueden beber de estas fantasías distópicas, el cine es también fuente de inspiración para los medios de comunicación a la hora de transmitir las imágenes de los actos que acontecen. En este sentido, Ruiz de Azcárate (2015) advierte de cómo en no pocas ocasiones los medios de comunicación actúan en liza por lograr alcanzar ciertas cuotas de audiencia, mencionando la “información espectáculo”. Especialmente en la televisión, este autor recalca la escasez de tiempo para la cobertura de algunas noticias y cómo, a la hora de transmitir este tipo de desastres, se recurre muchas veces a recursos manidos o simplificaciones. En este sentido, denuncia cómo el tratamiento visual de muchas de estas imágenes puede llegar a generar la paradoja de que la selección de encuadres, de tomas concretas o la reiteración de un fragmento concreto pueda hacer que los televidentes observen “escenas más horrendas que quienes están en la zona” (p. 7), superando, de este modo, la realidad a la ficción.

4. CONCLUSIONES.

     A través de algunas de las obras fílmicas referenciadas, hemos podido observar cómo hechos reales y pérdidas valiosas nutren e inspiran los reflejos mundanos de un futuro distópico. En ellos, la destrucción del patrimonio bien como elemento de provocación hacia unas élites perversas, o bien como parte del plan de sumisión del pueblo, puede convertirse en un recurso interesante que se aprovecha del miedo de las sociedades de perder su identidad, representada en esos símbolos. Esta destrucción no siempre causa la misma sensación en el espectador, ya que el propio acto iconoclasta que se aprecia en la pantalla muchas veces no puede llegar a entenderse como algo positivo o negativo, constituyendo lo que mencionábamos como “iconoclash”.

     Así, en un mundo plenamente visual como el actual, tan importante es el acto de destruir el monumento como el propio hecho de grabarlo y difundirlo. Tanto lo uno como lo otro suponen dos caras de una misma moneda, la cual resalta el inmenso poder de la imagen y la potencia de la narrativa visual para transmitir emociones. En este caso, obras como las traídas aquí a colación permiten aprehender dichos sentimientos y mostrar al espectador el reflejo de sus miedos. Así, los actos destructivos y los ataques hacia el patrimonio tanto en la realidad como en la ficción no pueden ser considerados actos fruto de la ignorancia, algo primitivo o meramente iconoclasta, pues estos actos deliberados de destrucción son promovidos por un trasunto y en unas condiciones que, lejos de ser algo primario o visceral, es muy medido y controlado en pos de unos fines propagandísticos más allá de los propiamente simbólicos.

     Es necesario, por tanto, formar a los espectadores, a los ciudadanos, en la cultura visual, educando la mirada de las sociedades para que sean capaces de discernir y formar sus opiniones para evitar la desinformación. Espectadores que, en última instancia, se identifican con la ficción fílmica hasta el punto de llegar a integrarla en su día a día, permeabilizando realidad y ficción y, del mismo modo que películas distópicas se nutren de la realidad, las sociedades, como hemos podido ver en protestas o manifestaciones, cogen prestados los símbolos de estas obras con los que se sienten identificados, completando el ciclo de realidad-ficción-realidad del cual se pueden extraer interesantes conclusiones de cara a la conservación, interpretación y divulgación del patrimonio.

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