El caballo de Troya de las distopías juveniles:  discurso hegemónico disfrazado de rebelde.

The Trojan Horse of Youth Dystopia:  Neoliberal Discourse Disguised as a Rebel.

Mariano Urraco Solanilla

Universidad a Distancia de Madrid (UDIMA)

mariano.urraco@udima.es

Recibido: 27/02/2021 / Aceptado: 13/03/2021

Resumen.

       Este artículo analiza el discurso que subyace a una serie de obras distópicas recientes, dirigidas, principalmente, a un público adolescente y juvenil. Se señala que estas producciones han contribuido a un cierto auge del género distópico en las primeras décadas del siglo XXI, con exitosas sagas literarias y cinematográficas, y se defiende la tesis de que dichas obras de ficción, bajo la apariencia de un mensaje subversivo e incluso antisistema, refuerzan los principios fundamentales del capitalismo neoliberal de nuestra época. Vinculando los significados que se difunden a través de estos productos culturales con los dogmas recurrentes en la corriente de pensamiento hegemónica del presente momento histórico, se analizan las principales “enseñanzas” que el género estaría transmitiendo a los jóvenes consumidores, perfectamente sincronizadas con todo el conjunto de competencias y maneras de pensar que se enfatizan como necesarias para afrontar las condiciones del mercado de trabajo de nuestros días. La conclusión a la que se llega alude a la perfecta integración que se da entre los discursos que se plasman en productos de entretenimiento masivo, pretendidamente rebeldes o críticos con el sistema social actual, y el discurso neoliberal dominante, que aprovecha el canal del ocio para seguir con su labor de hacerse inevitable, incontestado, natural.

Palabras clave.

       Juventud, Mercado de trabajo, Consumo de masas, Consumo cultural, Hegemonía cultural, Competencias.

Abstract.

       This article analyzes the underlying discourse in a series of recent dystopia mainly aimed at a young adult audience. It is stated that these productions have contributed to a relative boom of dystopia in the first decades of the twenty-first century due to the upsurge of successful series of books and films. Likewise, the view is taken that those fictional works reinforce the main principles of today’s neoliberal capitalism under the guise of a subversive or even anti-establishment message.

       By connecting the meanings disseminated through these cultural goods with the recurrent dogmas in the current hegemonic trend of thought, the main “lessons” the genre might be transmitting to young consumers are analyzed. These lessons seem to be in perfect tune with all the range of competencies and ways of thought which are deemed necessary to deal with today’s job market. The article concludes by pointing out the perfect match between the discourse in the massive entertainment industry, which allegedly appears as rebellious and critical with the current system, and the dominant neoliberal discourse, exploiting the media to fulfill its role of becoming unavoidable, unchallenged and natural.

Keywords.

       Youth, Labour market, Mass consumption, Cultural consumption, Cultural dominance, Skills.

Sugerencia de cita / Suggested citation: Urraco Solanilla, Mariano (2021). El caballo de Troya de las distopías juveniles: discurso hegemónico disfrazado de rebelde. Distopía y Sociedad: Revista de Estudios Culturales, 1, 154-169.

1. INTRODUCCIÓN: DE LA FICCIÓN POP COMO ENTRENAMIENTO PARA LA REALIDAD O DEL ANSIA DE HACER QUE LA REALIDAD REFLEJE ALGUNA FICCIÓN POP.

     A lo largo del (terriblemente funesto) año 2020 fueron varios los medios de comunicación que se hicieron eco de distintos estudios que (supuestamente) correlacionaban las aficiones literarias y audiovisuales de la población con su capacidad para afrontar una situación como la que se venía viviendo en el contexto de la pandemia de COVID-19 (véase, por ejemplo, Pozo -2020-). Así, se trataba de determinar si existía una relación entre el consumo de obras del género distópico (y de otros géneros emparentados) y la aptitud y la actitud ante los cambios en la vida cotidiana, a todos los niveles, provocados por la enfermedad que asolaba el mundo. Como si hubiera llegado la hora de la verdad para todos los survivalistas y preppers, se postulaba/afirmaba que los más fieles consumidores de este tipo de discursos en la ficción estarían mejor preparados para asumir las consecuencias reales (confinamiento, restricciones a la “normalidad”, omnipresencia de la muerte, etc.) derivadas de la pandemia. El argumento, desde luego, parece plausible y, sin duda, es muy reconfortante (la profecía parecía autocumplirse) para quienes han sido muchas veces estigmatizados como paranoicos (o conspiranoicos, en un giro) ante amenazas biológicas más o menos incontrolables. No obstante, se trata de una hipótesis que debería probarse a partir de una evidencia empírica más sólida, habida cuenta de la escasez de resultados/estudios sobre los que se ha establecido su (supuesta) validez. Por lo demás, hemos de tener en cuenta que, como bien nos recordase David Brin en El cartero, no es lo mismo estar preparado “para la ficción” que estar listo para la vida real[1], y que, por supuesto, como ya han denunciado algunos especialistas (Martínez Mesa, 2020), no debemos caer en la tentación, tan recurrente en el último año, de considerar que la situación social era/es una distopía equiparable a las de las grandes (o pequeñas) obras que dan contenido al género, lo que hace que determinadas actitudes prescritas en este tipo de obras no tengan sentido alguno en el contexto social de nuestros días, no tan distópico como a muchos periodistas parece gustarles creer. Hacer acopio de rollos de papel higiénico no equivale a vivir un apocalipsis zombi ni constituye un primer escalón hacia saqueos masivos, hacia la constitución de milicias armadas que se hacen con el control de las gasolineras o, en general, hacia un escenario hobbesiano tipo Mad Max. Todo ello, por último, sin entrar a considerar la distancia que siempre media entre una supuesta mejor disposición mental para afrontar una situación y su traducción en acciones concretas correctas y con efectos mensurables cuando dicha situación pasa de la potencialidad de lo teórico o hipotético a la realidad práctica en acto.

     Con independencia de que los aficionados a un determinado género literario o cinematográfico estén o no estén mejor preparados que los consumidores de otro tipo de obras de ficción para afrontar determinadas situaciones, resulta interesante analizar el modo en que se configura la comunicación en el otro extremo, en el del emisor, en el de quien configura la transmisión confiando en que un cierto target reciba la llamada y se sienta atraído por un mensaje que, en nuestra sociedad (de consumo), siempre viene envuelto en un determinado producto (de consumo), cuestión esta que nunca debería obviarse antes de embarcarnos en análisis hermenéuticos que siempre habrán de tener en cuenta el contexto en el que se despliegan los discursos. Si los medios han llamado tanto la atención, en los últimos meses, sobre el componente de la recepción (a partir, como dijimos, de referencias más o menos fragmentarias o deslavazadas -y normalmente menos espectaculares en su alcance y más modestas en sus resultados de lo que se nos ha mostrado-), en este artículo reflexionaremos sobre el polo de la emisión, entendiendo que las obras recientes del género distópico se integrarían dentro de una concreta tecnología que tiene en la configuración del ciudadano su objetivo central, conformando la esfera del ocio un dispositivo más en el desarrollo de una nueva mentalidad (y corporalidad) acorde a los nuevos tiempos, un programa de diseño y desarrollo de un nuevo tipo humano para nuestra época[2].

     En ese sentido, abordaremos en este artículo el fenómeno de la proliferación de obras distópicas que tienen en adolescentes y jóvenes a sus protagonistas, partiendo del hecho de que, seguramente, no cabe entender estas obras como distopías, en sentido riguroso, toda vez que, aunque reúnen determinados rasgos del canon clásico, siempre presentan cierta esperanza de final feliz, alejándose del lasciare ogni speranza de las auténticas distopías (Rey Segovia, 2016). Analizaremos esta “edad dorada” de la distopía juvenil leyendo dicho auge a la luz del discurso general que se centra en (o que se enfoca sobre) este sector poblacional (de nuevo: este target), discurso que se orienta a promover un cambio de mentalidad con respecto a momentos históricos previos. Entendemos que no se puede interpretar correctamente la reciente “juvenilización” del género distópico sin integrar este proceso en el propio apogeo de discursos neoliberales a los que los jóvenes, por la progresiva mayor duración de su permanencia en instituciones educativas (formativas), están más expuestos que el resto de miembros de la sociedad. De hecho, podríamos plantear la hipótesis de que es el propio carácter desgajado de ese tronco discursivo general el que vendría a constituir uno de los factores clave para entender la popularidad del género en los últimos años. Así, el discurso de las competencias, tan en boga en la Universidad contemporánea, el discurso del cosmopolitismo y, en general, el discurso psicologizante de la activación y del emprendimiento (Muñoz y Santos, 2017), se entretejen en las tramas de las obras distópicas de más éxito comercial (véase Castillo y Carretero, 2020), configurando un universo de significados que resulta dotado de sentido, precisamente, por la propia vivencia que los jóvenes tienen del mundo exterior a la ficción, de su mundo cotidiano, lleno de elementos y claves interpretativas que facilitan la transferencia de su experiencia concreta a los productos ficcionales de consumo masivo (mainstream).

     No resulta casual en absoluto que una juventud insistentemente presentada como generación descreída y global reciba (y, aparentemente, asuma, a tenor del auge comercial de esos productos) una serie de mensajes que, bajo una burda pátina de rebeldía, vienen a reforzar los principios básicos sobre los que se asienta el capitalismo fluido de no-tan-comienzos-ya del siglo XXI. La ficción no es la realidad, como decíamos, pero la realidad siempre supera a la ficción, más allá de los efectos especiales y de las licencias narrativas.

2. MUNDO REAL, GUÍA DE SUPERVIVENCIA: EXPANDIENDO LOS LÍMITES DE LA TEORÍA DE LA CORRESPONDENCIA.

     Todos tenemos algún recuerdo similar de nuestra infancia: cuando debíamos tomar una medicina de sabor desagradable, solía venir acompañada de algún tipo de elemento que lo compensase, para hacer más llevadero el proceso, que se sobreentendía que tenía efectos benéficos para el receptor del medicamento. Este mismo principio, camuflar bajo una apariencia agradable algo beneficioso pero difícil/duro de consumir, ha ido expandiéndose a muy diversos ámbitos y no faltan hoy quienes consideran que ha colonizado el propio mundo de la educación a través de la proliferación de la gamificación, anatema para algunos, santo grial para otros, que habría supuesto una transformación total del proceso de enseñanza-aprendizaje con respecto a épocas y modelos anteriores. Bajo la premisa de “hacer digeribles” nociones o cuestiones complejas se han desarrollado, históricamente, traducciones (o versiones y obras derivadas) más o menos fidedignas de las ideas originales, llevando en ocasiones a simplificaciones totalmente desvirtuadas (vulgares), con el peligro de malinterpretación que de ahí puede proceder. En un genial episodio de Los Simpson (Martin, 1993), Bart y sus amigos muestran interés por unos cromos que vende Ned Flanders hasta que descubren, de labios del propio Ned, lo que para ellos se manifiesta como la horripilante verdad: bajo aquella forma se esconde algo más sencillo, sintetizado en dos palabras malditas para nuestros jóvenes personajes: “estudiar” y “religión”. Su reacción al ser conscientes del fraude es inmediata: huyen despavoridos. Los cromos de Ned, los aparentemente inocentes juegos infantiles o las prácticas gamificadas en la escuela vendrían a tener siempre la misma función (latente o explícita, en términos sociológicos clásicos), que no es sino fomentar el aprendizaje de, y la conformidad con, una serie de principios que la sociedad considera importante que los individuos (especialmente los más jóvenes) adquieran en su proceso de socialización.

     En el análisis del modo en que el sistema educativo contribuye a reproducir las desigualdades sociales, Bowles y Gintis desarrollaron la denominada ‘teoría de la correspondencia’ (véase, por ejemplo, su obra más conocida -Bowles y Gintis, 1976/1985-), que venía a indicar que la institución escolar, lejos de las visiones románticas sobre el saber puro y la altura de espíritu (y lejos, también, de las optimistas perspectivas meritocráticas del funcionalismo parsoniano), suponía un “campo de entrenamiento” para el futuro laboral de los individuos, en función (siempre) de su clase social de origen (y de destino). En la misma línea, muchos han sido los autores recientes (y clásicos, por supuesto) que han destacado el progresivo moldeamiento de todo el sistema y la política educativa para servir a los intereses del sistema económico, convirtiendo la escuela (el instituto, la universidad, etc.) en una suerte de sucursal de la empresa (Standing, 2011/2013; Santos y Muñoz, 2015).

     Colonizado este ámbito educativo, devenido mercancía el saber/conocimiento (por decirlo con aires polanyianos o marxistas), resulta claro que el capitalismo no iba a dejar de extender sus tentáculos a cualquier otra esfera de la vida social que debiera ser convenientemente alineada (y alienada, por supuesto) con el discurso hegemónico (y ya ni siquiera contestado, como lamentasen Boltanski y Chiapello -1999/2002-), siendo necesario someter, disciplinar, el ámbito de lo lúdico o, en general, del ocio, para que acabase correspondiendo con los dogmas económicos vigentes, avenando en el triunfante torrente del pensamiento neoliberal. No basta con mercantilizar el ocio (plataformas de televisión de pago, privatización de servicios deportivos, abandono del mantenimiento de espacios públicos, etc.), sino que debe trabajarse, también, sobre el propio contenido de dicho ocio. El homo ludens (y, por supuesto, el pretendidamente desprendido homo estudiosus que habría de caracterizar nuestra era -Schaff, 1985/1985-) no escapará, aunque así lo crea, a la dictadura del trabajo, sino que, como describe Baricco (2006/2008), mutará sin darse cuenta y operará, en cualquier interacción cotidiana, de acuerdo al software convenientemente implantado en su forma de ser. Ahí está el verdadero éxito de la mcdonalización (y, sobre todo, de la racionalización subyacente, en términos weberianos, que tan bien enfatiza Ritzer en su best-seller -1993/1996-), en lograr que los principios básicos del sistema (cálculo, eficacia, estandarización, etc.) se conviertan en categorías elementales del pensamiento humano. Las formas de control propias de la Modernidad, magníficamente descritas por Foucault (1975/2012), la férrea disciplina fordista, incluso bajo sus formas más amables (más zanahoria y menos palo), dan paso a fórmulas de dominación mucho más suaves (soft), que cuentan con (que necesitan de) la aquiescencia del propio sujeto dominado (sujetado), que se entrega a un disciplinamiento difuso, invisible por naturalizado (Lahera, 2005; Alonso y Fernández, 2009). Del control de los cuerpos se pasa al control de las mentes y del propio corazón de los individuos (y, por supuesto, a través de esa vía, al control, también, de los cuerpos, nuevamente).

     En líneas generales, nuestra clave de lectura de la corriente general de obras distópicas dirigidas a adolescentes vendría a explotar esta idea, enfatizando el componente “formativo” (y moralizante) de dichos productos, los cuales, bajo esa apariencia antisistémica (“rebelarse vende”, como decían Heath y Potter -2004/2005-), bajo la afectada teatralidad de los grandes gestos contra un poder instituido absolutamente perverso, profundamente distópico, encarnado en figuras de autoridad con rasgos de personalidad dictatoriales (y representados por sujetos de otros grupos de edad, en lo que sería una grosera imagen de un supuesto conflicto intergeneracional), fortalecen y sustentan la pertinencia de los principios que rigen el mundo al otro lado de la pantalla o del papel. Si el mundo puede ser peor, no nos quejemos de/por lo que tenemos aquí y ahora (lema similar a uno tan repetido durante la pandemia: solo cabe preocuparse por tener salud, lo demás es irrelevante -cuando, obviamente, no lo es en modo alguno-).

     Así, los jóvenes contemporáneos, que en su vida cotidiana experimentan realidades ciertamente negativas, desde el subempleo recurrente hasta el bloqueo transicional (véase, nuevamente, Urraco -2017-), parecerían exhortados a dar gracias por no ser sacrificados en una pira social (como en Los juegos del hambre -Collins, 2008/2012-) ni ser objeto de experimentos de diverso tipo (como en El corredor del laberinto -Dashner, 2009/2014-) o ser sometidos a una estricta y vitalicia división social en función de sus habilidades (como en Divergente -Roth, 2011/2011-o El dador -Lowry, 1993/2005-). Y, sin embargo todos esos elementos están presentes en sus vidas, de un modo no únicamente simbólico: la sociedad “prescinde” de sus jóvenes, cuyo futuro es sacrificado y cuyo presente está marcado por su sometimiento a distintos tipos de programas de formación (capacitación) de los que no pueden escapar so pena de recibir la sanción social, siempre dispuesta a etiquetar cualquier divergencia con el estigma del antisocial (la figura mítica del ni-ni como dispositivo de coerción). La explotación de las competencias (de los dones, si se prefiere) es una demanda permanente de la que el joven no puede evadirse y que convierte la competitividad (con/contra los demás, con/contra el sistema y con/contra uno mismo) en el principal mandamiento de nuestros tiempos. No hay arcos ni explosivos como en la metáfora de la ficción, pero la arena plagada de trampas en la que solo un individuo puede salir victorioso y sobrevivir no es en modo alguno ajena o extraña para quienes tienen que acceder al mercado de trabajo en las actuales circunstancias de precariedad.

     Planteamos, por lo tanto, como tesis general de nuestra reflexión, que existe una cierta similitud entre el mundo descrito en las obras distópicas más conocidas por las nuevas generaciones y el mundo social real en el que se desarrollan las biografías de dichos consumidores. Esta relación de similitud permite a los lectores y espectadores de estas obras identificarse más fácilmente con los protagonistas y reconocer los desafíos a los que esos personajes se enfrentan. Esto implica, en la práctica, que podemos aventurar un posible movimiento de ida y vuelta de la obra de ficción a la vida de los consumidores, en la medida en que se ponen en juego, en estos libros y películas, principios de actuación (y, muy significativamente, de carácter, en términos sennettianos -Sennett, 1998/2010-) que son igualmente aplicables, con las obvias adaptaciones, a las interacciones cotidianas del mundo social contemporáneo (específicamente, defenderemos, se pueden trasladar al nuevo escenario sociolaboral que estos jóvenes deben afrontar). Estamos, en definitiva, ante un conjunto de obras que tienen un componente pedagógico, podríamos decir, ejemplarizante, como fábulas posmodernas, que muestran la vigencia de determinadas pautas de actuación y de determinadas configuraciones de personalidad/mentalidad para superar adversidades que no son sino metáforas exageradas de la realidad (véase, al respecto, Urraco -2016- o Urraco y García -2017-). Las mismas competencias que han de desarrollar los protagonistas de las obras de ficción son las que se les exigen a los jóvenes “de carne y hueso” (y mente, como venimos insistiendo sin pretender por ello integrarnos en una línea biopolítica de análisis) para sobrevivir en el hostil entorno laboral del capitalismo globalizado (y solo supuestamente informacional -por cuanto resulta, en rigor, profundamente tardofordista en múltiples aspectos-) de nuestros días.

3. CRECER EN UN MUNDO DISTÓPICO: DE LO POCO QUE DEBE IMPORTARTE NADA Y, SIN EMBARGO, DE LO MUCHO QUE DEBES TRABAJAR PARA TODO.

     Asentada como premisa de partida la idea de que las obras distópicas recientes, al menos las más conocidas por el gran público, son afluentes de la corriente discursiva general del neoliberalismo, como versiones de una sonata que les llega a los jóvenes bajo muy diversas formas, podemos plantear un pequeño “decálogo” de las enseñanzas que estas obras recientes de “distopía juvenil” transmiten a sus consumidores. No se trata, en modo alguno, de un listado exhaustivo, sino, si acaso, de una breve recopilación de algunos de los mensajes más recurrentes y más evidentes que podemos encontrar en estos productos de consumo contemporáneos. Por supuesto, su eficacia comunicativa, en términos de eventual asunción del discurso latente (profundamente asentado, insistimos, en la ideología del capitalismo actual), queda fuera de nuestro ejercicio, a expensas de que se realicen análisis minuciosos en el polo de la recepción de los mensajes[3]. Sirva este matiz, asimismo, como advertencia ante cualquier pretensión simplificadora de la realidad: no todos los mensajes que se pretenden transmitir son automáticamente asimilados por la audiencia, que siempre puede, además, reelaborarlos o reinterpretarlos de un modo completamente diferente a los propósitos del creador de la obra en cuestión (como en el ejemplo de Kottak sobre Rambo -Kottak, 2003/2003-)[4]. Sea como fuere, destacaremos algunos elementos, algunas enseñanzas, que aparecen repetidamente en estas obras que, a diferencia de otras producciones distópicas previas, se dirigen a un público masivo, que no necesariamente habría de estar previamente familiarizado con (alfabetizado en) el género, con lo que ello implica a la hora de exigir/movilizar un determinado código para la transmisión e interpretación de los mensajes que se le presentan.

     El primero de los mensajes que encontramos en estas obras, que seguramente sea el más directo, por inicial y por recurrente, es el que enfatiza el valor de la individualidad, en tanto que condición humana prístina y en tanto que demanda o requisito para obtener una victoria frente a las amenazas del entorno. El mandamiento se traduciría en “sé único” o, en términos negativos, en “no seas como los demás”. A partir de ahí, adopta toda una diversidad de formulaciones concretas, que remiten siempre a la absoluta necesidad de que cada individuo (más individuo que sujeto, en esta primera presentación del mantra) explote al máximo aquellas habilidades y destrezas que le diferencian del resto, de esa “masa” amorfa ora amenazante ora alienada. Conectando con tantos productos de entretenimiento que aluden a la misma idea, desde los concursos televisivos hasta los juegos y deportes más populares, este dogma apela a una lección que el joven lector o espectador ha interiorizado desde el comienzo de su socialización: solo puede ganar uno o, en términos más crudos, solo puede quedar uno, sea cual sea la recompensa. Se presenta, con todo ello, como natural e inevitable la lógica de los juegos de suma cero, en los que la ganancia de uno es lo que el otro pierde (o en los que solo cabe ganar en la medida en que otro pierda en la misma proporción), bajo la idea general de que, como en la canción, “the winner takes it all” (véase Frank y Cook -1996- para una adaptación de esta máxima a nivel macrosociológico, o Sennett -2003/2003- para un análisis de los efectos que la adopción de dicha pauta tiene para los individuos y la cohesión social).

     Y, para ello, para conseguir ser el triunfador (toda una epopeya se ha construido sobre este significante, al tiempo que se convertía en paria a quien recibiera el estigma de su opuesto), se debe llevar a cabo un profundo trabajo ascético sobre uno mismo, para igualar aquellas condiciones susceptibles de ser compensadas mediante dicho trabajo (la motivación, el esfuerzo, etc.) y maximizar, como haría cualquier empresa, aquellas ventajas competitivas que puedan entenderse como ajenas a la mera práctica (los dones o el talento innato, del tipo que sea). Esta idea de “maximización de sí” (Dubar, 2000/2002) es una de las líneas de análisis más sugerentes para el estudio de los procesos de subjetivación en el contexto del nuevo capitalismo (véase Muñoz y Santos, 2017), en el que los individuos son instados a convertirse en emprendedores, comerciales (Ehrenreich, 2009/2011) o “empresarios de sí mismos” (Foucault, 2004/2007), debiendo gestionar su cartera de competencias (credenciales, habilidades, contactos, etc.) para mejorar su posición relativa (y su atractivo en el escaparate) con respecto a la competencia. Evidentemente, hay talentos más “valiosos” que otros (siempre en el contexto evaluador de la situación distópica correspondiente, que es la que establece “el baremo” de lo que resulta dotado de valoro inútil en cada momento), pero, se dice a continuación, todos ellos tienen que ser debidamente fomentados y perfeccionados, en un camino (una verdadera escalera de Jacob) sin fin ni posibilidad de descanso, convirtiendo al estimulado sujeto autoemprendedor de nuestra época en una suerte de esforzado Sísifo. La amenaza (y el castigo) para los displicentes es caer en la chatura gris simmeliana, no diferenciarse de la masa, no destacar, no distinguirse (por decirlo en los términos de Bourdieu), no presentar ningún elemento que permita quedar por encima (flotar sobre las procelosas aguas) del resto de individuos, hacia los que se mantiene una actitud ambivalente, a medio camino entre la desconfianza y el miedo.

     Con este trasfondo es con el que hemos analizado, en otro lugar (Urraco y García, 2017), el reciente (ya menor) auge del género zombi, caracterizado por una conceptualización de las masas en la más cruda tradición clásica de autores como Le Bon (1895/2005). En las obras del género Z, algunas de las cuales abandonaron las estanterías más o menos recónditas de la “serie B” o las videotecas de cinéfilos de culto para convertirse en productos de entretenimiento (irónicamente) masivos, hacer lo que hacen los demás, seguir acríticamente las instrucciones de las autoridades o confiar en exceso en la seguridad del rebaño conduce, irremisiblemente, a la muerte (el “punto de reunión” de la población, pretendidamente seguro, siempre acaba desbordado y siendo escenario de masacres). La masa, en este caso, es esa horda de zombis que persigue y homogeneiza bajo su común condición de muerto viviente a todos los individuos. Para escapar de ello (Agulló -1997- ya utilizó la metáfora del zombi para hablar de los desempleados), el individuo debe explotar sus habilidades y, en el segundo sentido de la idea de individualidad, debe tender a mirar hacia dentro de sí mismo, virándose la orientación de la acción hacia el prefijo ‘auto-’: autodisciplina, autoaseguramiento, autorresponsabilización, etc. El Estado no va a venir a ayudarle, nadie va a salvar la situación salvo uno mismo: el individuo debe buscar su propia salida, con dosis más o menos elevadas de egoísmo o de cinismo con respecto a los anteriores vínculos de socialidad. En la recién estrenada soledad encuentra el sujeto su liberación, un nuevo principio, una nueva posibilidad (como la Andrea del cómic The Walking Dead -Kirkman y Moore, 2003-2019-, cuyas excepcionales habilidades nunca hubieran podido desarrollarse de no haber mediado un apocalipsis zombi), un nuevo reparto de cartas en el que cada persona tendrá un camino que solo y únicamente depende de sus habilidades, lo que no deja de presentarse con un cierto poso de positiva independencia (un nuevo amanecer), como si al Robinson expulsado a una tierra yerma en la que unos cadáveres andantes intentan devorarlo le alegrase librarse, por fin, de los grilletes de las normas de ciudadanía y de todo lo que implicaban (el “espíritu de la frontera” vuelve para saludar al angustiado y gris oficinista de la posmodernidad racionalizada).

     Pese a lo anterior, que vendría a ir en la línea de un liberalismo a ultranza (y profundamente asocial o, mejor, social en sentido negativo, como un contexto en el que hay que vencer a un prójimo que es más lupus que homo), pronto se introduce, en las obras distópicas recientes, un elemento corrector, muy incardinado en la tradición cultural anglosajona: el trabajo en equipo. La amenaza de que ese “elegido” (chosen and gifted one) se convirtiera en el superhombre nietzschiano queda exorcizada apelando a la (también perfectamente funcional -y funcionalista-) división de tareas, tan a la base del propio surgimiento y desarrollo del capitalismo, como ya destacasen los análisis de los sociólogos clásicos, desde el propio Durkheim hasta el preclaro Parsons. En las sociedades posapocalípticas de este tipo de obras distópicas juveniles y juvenilizadas, el protagonista, descollante sobre la mediocridad de la masa, no se abandona a un survivalismo más o menos solaz, sino que precisamente demuestra su carácter excepcional asumiendo el liderazgo de un grupo (o comunidad) en el que se reúnen individuos con diversas habilidades y capacidades. La recurrente exhortación a convertirse en un líder (el liderazgo como competencia estrella en tantos discursos que consumen los universitarios a lo largo de su etapa formativa -insignia necesaria en cualquier proceso exitoso de construcción de una ‘marca personal’-) se plantea aquí como la prueba definitiva de que se es digno de una supervivencia que parece resultar más accidental (coyuntural, provisional incluso) para quien opte por vías más individualistas (o egoístas). Por supuesto, se trata de un liderazgo de tipo carismático, prepolítico, que descansa en la aparente inevitabilidad del “síndrome del quarterback” (Urraco, 2016) tan presente en todas estas obras, que no dejan de proceder de un contexto cultural muy concreto.

     Establecida esa primera posición, en la cúspide de la división de tareas de la nueva sociedad, todos los sujetos (de nuevo sujetados a una jerarquía de poder y de estatus) están obligados a disciplinarse (autodisciplinarse), a mejorar continuamente sus habilidades y competencias. No basta con tener talento, sino que hay que explotarlo, como en la parábola bíblica (Mateo 25, 14-30). Y ahí, en los medios planteados en estas obras para esa mejora continuada de las habilidades y destrezas, podemos apreciar una cierta crítica al credencialismo cursillista al que se encuentran sometidas las jóvenes generaciones (y que podemos rastrear en el debate entre meritocracia y credencialismo, habitual en cualquier manual de Sociología de la Educación -véanse, por ejemplo, las referencias recogidas en Gabaldón y Täht, 2012-), en la medida en que todo lo útil, todo lo valorable en las sociedades de la ficción, se aprende a través de la práctica, cedazo en el que se separa a los individuos y se establece su verdadera valía, demostrada por el “hacer”, no por el mero “saber”[5]. Para enfrentarse a los retos y amenazas del mundo circundante, conviene que los personajes de estas historias trabajen sobre su “saber hacer”, más que sobre el simple y teórico “saber”.

     Y es que, en el contexto de pesadilla de las sociedades distópicas de las obras de ficción que venimos analizando, el riesgo se halla omnipresente, definiendo y configurando por completo estos escenarios, en un sentido similar (pero más “físicamente evidente”) al expuesto por Beck (1986/1998) en su ya clásica teorización sobre las sociedades posmodernas. Pero, como hemos señalado, se plantea como un peligro positivo (la crisis tiende a presentarse como oportunidad, más que como pérdida, como estimulante desafío, más que como drama indeseable), por cuanto sirve como mecanismo de selección natural, filtro para distinguir a los verdaderamente dignos (los que, literalmente, se ganan su existencia) de aquellos otros individuos que solamente viven “de prestado” en esas condiciones adversas. El riesgo, pues, se presenta como una especie de justo demiurgo, como elemento corrector del (caprichoso y por ello injusto) azar, pero no como una providencia o designio divino, sino como un componente puramente humano, en el que es el propio individuo, a través de sus decisiones y acciones, el que traza el sentido (y la posibilidad) de su propia biografía. Una vez más, la pesadilla aparece dulcemente recubierta de un anhelo (o el anhelo adopta el entretenido fásmido de las seudodistopías juveniles), el de que el individuo pueda autorresponsabilizarse de su destino… sin que ello se presente como inhóspita soledad, sino como feliz autodeterminación. En el mismo sentido, el hecho de que los horizontes temporales de estas obras sean tan breves (de supervivencia cotidiana, en la mayoría de los casos) conecta a la perfección con el carpe diem posmoderno, previsiblemente exacerbado por la propia pandemia que vivimos actualmente, y con la exigencia recurrente de mantenerse en un continuo estado de alerta (o de agitación) que no admite errores ni despistes: cualquier error puede ser fatal, cualquier elección (y todo tiende a ser elección en la posmodernidad líquida -Beck y Beck-Gernsheim, 2001/2003-) resulta literalmente crucial, fatídica.

     Ese estado permanente de incertidumbre, tan bien conocido por tantos jóvenes actuales (Machado, 2020), sitúa al individuo ante la necesidad de “dejarse llevar”, de fluir en la acelerada cotidianidad de lo que sucede a su alrededor, sin pararse a cuestionarlo ni, en general, pararse a pensar (sin más). El carácter ahistórico de los protagonistas de estas obras es un rasgo también fácilmente identificable[6]. En líneas generales, se dice, el pasado quedó atrás, sepultado por algún tipo de hito histórico que ha cambiado para siempre el mundo, y no tiene sentido pensar en ello o rememorarlo. En la genial saga de Metro 2033 (Glukhovsky, 2005/2009, 2009/2010, 2015/2016), se observa una tendencia (intergeneracional) a la oposición entre los “nativos posapocalípticos”, nacidos o criados después de la catástrofe, y aquellos taciturnos mayores, perdidos en la nostalgia y doblemente atrapados en las profundidades del metro de Moscú (Urraco, 2020). Mientras los primeros hacen de este nuevo contexto su hogar (y salen adelante), los segundos se hallan completamente fuera de sitio (alienados), precisamente en uno de los espacios que Augé (1992/1993) identificase como epítome de ‘no-lugar’. Más allá del pensamiento sobre el tiempo (y sobre lo perdido, es decir, sobre el tiempo pasado, pero también sobre lo que -no- se puede hacer con el tiempo futuro), se puede apreciar una más general renuncia a cualquier tipo de pensamiento, en abstracto, que entroncaría con la celebración, antes señalada, de la “pura acción”[7], del rechazo a lo teórico y de la exaltación de lo práctico, de lo inmediato, de lo manual, que podríamos conectar también con el pensamiento positivo tan magistralmente glosado por Ehrenreich (2009/2011) en su análisis de la sociedad nortemericana contemporánea: hay que confiar en que, mágicamente, todo se arreglará y, mientras tanto, hay que seguir adelante, con una sonrisa y sin lamentos, porque quejarse es de perdedores.

     Esta deliberada renuncia al pasado suele venir acompañada, para algunos de nuestros protagonistas, de un cierto alejamiento con respecto al presente, por más que sean recurrentes en estas obras las imágenes relativas a lo más puramente sensorial (u hormonal, sin mayores ambages), siendo estos jóvenes, en su relación con la colectividad social, una suerte de ermitaños o de vírgenes vestales, que abandonan lo terrenal y renuncian a cualquier tipo de ambición de poder, de dinero, de planes de futuro, en general (lo que, por lo demás, los hace inmunes a la tentación de sucumbir a las proposiciones del habitual e inevitable malo de cada historia, en esa conversación siempre presente en estas obras, desde los clásicos de la distopía). Como una especie de Cincinato de la era posapocalíptica, nuestros jóvenes protagonistas solamente quieren que los dejen tranquilos, que no les obliguen a ensuciarse las manos con la gestión de un futuro (mejor) una vez cumplida su misión (salvar a la humanidad). Dispuestos a sacrificarse en el presente (una vez más, los jóvenes se sacrifican por la colectividad), renunciando a la conciencia del pasado, rechazan también ser autores del porvenir social.

     Resulta especialmente relevante esta relación que se establece con el tiempo en este tipo de obras. Inasequibles al desánimo de quien ha conocido tiempos pretéritos mejores, los “nativos distópicos” optan voluntaria y decididamente por desprenderse de un pasado que se manifiesta, invariablemente, como una pesada losa que puede conducir a los individuos a la locura y a la muerte, como un lastre que los arrastra hacia las profundidades. Del mismo modo que Hochschild (1997) hablaba del “coeficiente de lastre” que presentan los individuos, el pasado aparece en estas obras como un elemento que dispararía el valor de dicho coeficiente, reduciendo las posibilidades de sobrevivir en un contexto cambiado y hostil. Igualmente, por seguir explotando la fecunda propuesta de Hochschild, aferrarse a cualquier otra cosa en estas sociedades puede suponer un riesgo para la supervivencia, siendo recurrente la exhortación, tan cara al discurso neoliberal hegemónico, a dejarse llevar (a no complicarse) a ser como el agua (be water, my friend), a seguir adelante pase lo que pase y no mirar atrás[8].

     Esa capacidad para desprenderse; ese entrenamiento para “no dejar que nada se te pegue”, como le dijo la camarera-emprendedora Rose a Sennett (Sennett, 1998/2010, p. 82); esa habilidad para fluir sin ataduras a través del tiempo y del espacio viene a definir el discurso del cosmopolitismo, que pretende imponerse como pensamiento propio de la nueva era, en la que el nomadismo y el movimiento aparecen como rasgos consustanciales al nuevo tipo humano emergente, cuya mejor adaptación al contexto socioeconómico actual tiene su reflejo, edificante, en el feliz devenir de los supervivientes que son capaces de instalarse en la provisionalidad y de enfocarse en ese presente continuo que proponen estas obras de ficción distópica. El movimiento es vida, no moverse equivale a la muerte (de nuevo, enseñanza repetidamente mostrada a través del género Z -Urraco y García, 2017-), un mundo líquido exige cuerpos y mentes capaces de flotar en la corriente y de surfear las distintas olas que se presenten (sobre todo cuando son presentadas como apasionantes oportunidades para demostrar de qué se está hecho).

4. PASARSE LA DISTOPÍA: MANUAL DE AUTOAYUDA PARA TIEMPOS SOMBRÍOS.

     Así las cosas, a partir de la somera revisión que hemos realizado hasta este punto, cabría extraer una serie de aprendizajes del análisis de las pautas de conducta (y de pensamiento) de los jóvenes protagonistas de las sagas distópicas más populares del siglo XXI, en lo que podría ser uno de tantos listados de “claves (tips) para el éxito” en un contexto posapocalíptico o, en general, negativo, hostil, insoportable en mayor o menor medida. No es casual que Max Brooks plantease, de un modo ciertamente original, su Zombi: Guía de supervivencia (Brooks, 2004/2008) a la imagen y semejanza de un manual de autoayuda, tan en boga en el momento en que se publicó este precedente de su famoso Guerra Mundial Z (Brooks, 2006/2015). En su libro, que hace las veces de precuela de su obra posterior y, al tiempo, de parodia de la literatura de aeropuerto sobre consejos para sobrevivir en cualquier esfera de la vida social “real”, se ofrecen una serie de recomendaciones que vendrían a ser perfectamente extrapolables a otras situaciones algo menos inverosímiles que un holocausto zombi. No en vano, una de las referencias clásicas que impregnan su obra es el celebérrimo (y antiquísimo) El arte de la guerra, referencia habitual (muchas veces más mítica que fáctica) en algunos de los libros de autoayuda (y autodescubrimiento, y autopotenciamiento, etc.) más vendidos de las últimas décadas. El libro de Brooks vendría a ser, por lo demás, en un hábil juego que aprovecha la figura y naturaleza del zombi, un infiltrado en la masa de libros de consejos, una especie de “infectado”, portador de un elemento diferencial que lo distingue (lo hace mutar) con respecto a los demás títulos, y, sin embargo, que hace descansar en la plausabilidad de sus orientaciones y consejos, tan comedidos como alejados de la excepcionalidad de la situación descrita, el valor de sus recomendaciones, vigentes más allá de la broma zombi de que parte (Martínez Mesa, 2017). Como si de un videojuego se tratase, para “pasarse” un escenario distópico se deberían desarrollar una serie de normas de actuación (muy acertadamente recogidas, también, en la magnífica Bienvenidos a Zombieland -Fleischer, 2009-), que, pulverizadas y disueltas en la forma de estos productos de consumo masivo, obedecen a los mismos principios vigentes en multitud de empleos contemporáneos. Si los jóvenes no leen los manuales de instrucciones, que lean/consuman libros y películas y acaben recibiendo la misma formación sobre estas premisas organizativas básicas (no en vano se habla de “píldoras formativas”, más livianas o fáciles de consumir). No sorprendería que futuras dinámicas de grupo en procesos selectivos para un empleo incluyan “escenarios distópicos” para evaluar la reacción de los candidatos[9]. De momento, ya ha habido empresas que han explotado con relativo éxito la idea vivir la experiencia de enfrentarse a un apocalipsis zombi. Todo el ocio deviene aprendizaje (todo lo sólido…), todo lo divertido deviene formación (o viceversa, dirán los optimistas).

     Pero precisamente este ejercicio que venimos haciendo, de cuestionarnos por la realidad circundante, resulta contraproducente en un escenario distópico (el sociólogo como figura superflua, miembro de la última categoría en el ranking de utilidad propuesto por Brooks -2006/2015-). Y es que, como hemos destacado con anterioridad, la primera de las normas de conducta que todo buen superviviente de una situación de este tipo debe observar es la que indica que se debe hacer abstracción de todo lo que suceda a su alrededor, despejando (“liberando”) la mente de todo aquello que no implique acción directa, supervivencia inmediata, velocidad de fuga entre las fauces de la pesadilla. Asumir la realidad circundante, no cuestionarla y adaptarse a ella (rápida y proactivamente) es un requisito que todo candidato al éxito en un entorno distópico debe interiorizar y poner en práctica (y hacerlo pronto, por cuanto, en este contexto, el tiempo siempre es acelerado y la selección natural no hace prisioneros).

     Habiendo superado esa primera criba, habiendo dejado atrás todo lo que le impida fluir en el nuevo contexto social propuesto por la sociedad distópica de turno, el joven deberá explotar al máximo sus habilidades “naturales” (amén, claro está, de ejercitar todas aquellas que no sean “naturales”, sino fruto de la repetición y el entrenamiento disciplinado, como hemos señalado con atnerioridad). La constancia, como máxima gimnástica, aparece como virtud, en términos tanto prácticos como morales, obligación que se debe asumir sin ningún tipo de renuencia, por cuanto la pereza es un pecado capital en un escenario que no da segundas oportunidades. Más todavía: la displicencia es vista como imperdonable afrenta, muestra de insolidaridad e indicio de todo tipo de desajustes personales, por cuanto se entiende que todos los participantes del juego de la rebeldía antisistema, en este tipo de sociedades, están obligados (comprometidos) por la propia búsqueda de un futuro mejor para la humanidad como especie, de modo que la conducta egoísta es tomada en términos antropológicos, como un imperdonable desprecio hacia el semejante (el prójimo, el igual), entendido este como ente abstracto depositario de todo lo bueno que haya en el ser humano. El entrenamiento permanente (como el lifelong learning) es, pues, una obligación moral de la que el individuo no puede abstraerse, so pena de ser considerado un cuerpo ajeno a la colectividad y, por ello mismo, no merecedor de ningún tipo de misericordia ante lo que  pudiera sucederle (y siempre le sucede algo malo, huelga señalar, a quien decide ir por libre y no atender a las pautas de conducta establecidas).

     Esta exhortación a que el individuo ocupe su puesto, asumiéndolo con naturalidad, y se entregue laboriosamente al cultivo de sus habilidades en pos de un futuro mejor para la comunidad seguramente haría asentir a los funcionalistas y se podría vincular fácilmente con la armoniosa visión descrita en las utopías del Renacimiento (Moro, Campanella, Bacon…). La división de tareas, no obstante, debe entenderse a la manera fordista, como una ventaja competitiva frente a un entorno hostil, más que como el reconocimiento de la interdependencia entre individuos o como el feliz encaje entre subjetividades que se conectan en lazos de solidaridad social a través de sus naturales inclinaciones por unas u otras actividades. Cabe entender este proceso más de un modo egoísta, pues, que solidario (a la manera, por lo tanto, de la Fábula de las abejas de Mandeville -1714/1997-). La distopía juvenil de nuestros días destaca enfáticamente las bondades de la individualidad y, si apela al trabajo colectivo, es siempre desde un calculado ejercicio de probabilidades: para vencer, es mejor contar con un equipo, por cuanto esto maximizará las opciones de triunfo ante amenazas de distinto tipo. La competitividad, y no el reconocimiento de la mutua necesidad y de la insuficiencia individual, es la clave que mueve a los individuos a asociarse y a establecer lazos y alianzas, siempre más basadas en el cálculo de costes y beneficios que en el altruismo o la solidaridad. El individuo siempre está compitiendo (luchando, bregando), incluso contra sí mismo (la propia lucha que se desarrolla en el interior de los personajes es un elemento recurrente en estos relatos -tan cercanos al Bildungsroman-, que se deslizan con tanta facilidad a dictums propios del coaching de nuestra época), y conviene contar con aliados (que luego se presentan como amigos) para aumentar las opciones de éxito.

     Esa competición permanente parecería orientarse a un fin muy claro: la supresión de un régimen dictatorial, la conversión de la vigente distopía en “otra cosa” que se presume automáticamente utópica por contraposición a lo actual. Los personajes, como héroes clásicos, están empeñados en su misión, que aceptan con grados variables de entusiasmo, pero no parecen interesados en mirar más allá del cumplimiento de su objetivo, momento tras el cual entienden que quedan eximidos (el descanso del guerrero) de cualquier otra complicación, una vez hayan satisfecho su parte del trato que tienen con la humanidad (o con su familia o con sus amigos, etc.). El horizonte temporal de los protagonistas resulta, así, ciertamente reducido, en lo que no deja de ser una adaptación del tiempo comprimido (y pulverizado ) que viven los sujetos en la posmodernidad. No hay pasado, el presente se vive como supervivencia diaria y el futuro parece terminarse tan pronto como se haya superado el peligro final que se identifica como dotador de sentido de toda la trama de la vida. Cruzado ese punto, alcanzada esa meta, el sujeto se retirará a la irrelevancia social, dejando que sean otros quienes, pese a no haber tenido que sacrificar tanto en el presente, asuman (y disfruten de) el mando de la nueva sociedad posdistópica, configurándola a su gusto sin más injerencia por parte de los otrora afanosos rebeldes antisistema. Solamente puede entenderse esta renuncia a partir del último elemento, omnipresente en todas y cada una de las obras distópicas recientemente dirigidas al público adolescente y juvenil, que no es otro que el amor romántico. Puede que la rabia, el resentimiento o la búsqueda de justicia movilice a los personajes, pero lo que realmente les hace llegar hasta el final es el amor, en tanto que perspectiva de un futuro tranquilo (y romántico) alejado del mundanal ruido, disfrutando de los pequeños placeres de una vida desentendida y frugal, en una suerte de retiro eremítico en pareja que parece evocarnos al tradicional cierre de los cuentos infantiles, con lo que ello implica de situar el futuro en una estática, tanto personal/biográfica de los personajes como social, sin que llegue a dibujarse nítidamente el contorno de esas nuevas sociedades posdistópicas (cuyo contenido se mantiene deliberadamente en la sombra por parte de unos autores que no pretendían firmar tratados de organización social, sino obras con otros propósitos más o menos explícitamente declarados).

     La estática social sería, por lo demás, el rasgo de los sistemas dictatoriales descritos en todas estas obras, en la medida en la que la rutina lo impregna todo y el cambio es rechazado, produciéndose un control completo sobre los cuerpos de los habitantes (en ese sentido biopolítico antes señalado, tan recurrente en los análisis contemporáneos de nuestra propia sociedad). Como una historia hecha a base de cortes bruscos, a un hito traumático que dio origen a una situación distópica sigue otra fractura derivada del triunfo de la rebelión, sin que ello suponga que las sociedades muestren ningún tipo de dinamismo, sino mera sustitución de un tiempo congelado por otro igualmente indefinido. El final boss de estas obras distópicas, como una encarnación de la serpiente bíblica, pretende siempre seducir al joven protagonista con promesas suntuosas y vidas llenas de ocupación y trabajo (dominar un mundo no deja de ser una tarea que exige cierta dedicación). El joven, invariablemente, rechaza cualquier lujo y cualquier tipo de obligación o compromiso, porque prefiere deleitarse en la molicie (y leer a Byung Chul-Han -2010/2012-) y dejar que sean otros quienes se queden con el poder y se ocupen del trasiego cotidiano. La enseñanza es clara: no te manches las manos con el tacto vil de los billetes (ni con la sangre de los inocentes, tampoco), porque todo lo importante (para ti) ha de ser el amor (como ya es sabido: all you need is love!).

     El pacto social de las sociedades fordistas-keynesianas se asentaba sobre la concatenación de una serie de hitos biográficos, que enfatizaban el carácter deseable de la estabilidad y de la linealidad en el curso de la vida (Urraco, 2017). El joven debía esforzarse y estudiar, postergar sus anhelos, porque después la sociedad le recompensaría por dicho sacrificio con unos puestos u otros en el mercado de trabajo, admitiéndole en la mesa de los mayores y permitiéndole dejar atrás su condición incompleta (la juventud como déficit, la adolescencia como carencia) y pasar a formar parte de la sociedad (como miembro pleno, completo y completado por el reconocimiento social). Durante algunas décadas, este armonioso modelo social se mantuvo vigente y dotó de sentido las decisiones que los individuos tenían que tomar, con la seguridad como eje principal y la previsibilidad como posibilidad real. Las transformaciones posteriores, reiteradamente documentadas en la literatura sociológica, hicieron que estas pautas perdieran frecuencia o predominancia estadística, pero en absoluto perdieron vigencia en el imaginario colectivo. El tren de la metáfora de Beck (1986/1998) o de Furlong y Cartmel (1997) dejó de pasar con la misma regularidad, pero ello no impidió que multitud de jóvenes siguieran comprando billetes (todo lo contrario, de hecho: se dobló la apuesta) y se indignasen por la falta de cumplimiento de las promesas del operador ferroviario. La megafonía de la estación trata de calmarlos y los mensajes que reciben se suceden y refuerzan la idea de que han de seguir insistiendo, porque la situación actual, como las que viven los protagonistas de las obras revisadas, puede ser complicada para ellos (la situación distópica descrita en la ficción como metáfora de las sucesivas crisis en que las economías contemporáneas se ven inmersas), pero, tarde o temprano, esforzándose (trabajando, estudiando, trabajando, estudiando), venciendo a su enemigo (que, crecientemente, se dice que son ellos mismos, en ese giro del discurso psicologizante que tiende a imponerse -Crespo, Revilla y Serrano, 2009; Crespo y Serrano, 2011-), conseguirán su ansiada tranquilidad, llegarán a destino. Mientras tanto, mientras tratan de reunir retazos suficientes para armar una biografía coherente y escapar del congelado presente, mientras intentan con ahínco acceder como miembros de pleno derecho al seno de ese sistema opresivo que apenas les ofrece posibilidades, pueden jugar a rebeldes en la ficción (Ana Rey Segovia -2019, 2020- habla del poder “desactivador” de las distopías juveniles más recientes), en un tiempo de asueto durante el que, quizás sin darse cuenta, seguirán consumiendo mantras perfectamente sistémicos que les serán de gran ayuda para manejarse en el escenario un-poco-parecido-a-la-distopía del capitalismo globalizado.

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Urraco Solanilla, Mariano y García García, Juan (2017). No hay lugar seguro: lo que el género Z le puede enseñar a los jóvenes posmodernos. En M. Urraco, J. García y M. Baelo (Eds.), Mundos Z: Sociologías del género zombi (pp. 99-127). Madrid: Los libros de la Catarata.


[1]Como se recoge en esta reflexión que plantea el autor al situar al protagonista de su novela ante un lujoso búnker abandonado: “Gordon leyó, en la época de preguerra, que había lugares en la campiña plagados de escondrijos como este, habitados por hombres cuyo pasatiempo era pensar en la caída de la sociedad y fantasear en lo que harían después de que esto ocurriese. Había habido clases, talleres, revistas especializadas… toda una industria para abastecer “necesidades” que iban más allá de las del leñador o el campesino medio. A algunos les gustaba simplemente soñar despiertos, o disfrutaban con una relativamente inofensiva pasión por los rifles. Pocos eran partidarios de Nathan Holn, y la mayoría probablemente se horrorizó cuando sus fantasías al fin se convirtieron en realidad. Al llegar ese momento, gran parte de los solitarios “supervivencialistas” murieron en sus búnkeres, muy solos” (Brin, 1985/2007, p. 355).

[2]Sobre estas cuestiones de generación de un nuevo tipo humano, a partir, en buena medida, de la puesta en circulación de una serie de discursos ideológicamente cargados, se reflexiona en mi propia tesis doctoral (Urraco, 2017), centrada en el ámbito de la Sociología de la Juventud. Se remite a dicho documento (y a la bibliografía allí trabajada) para un desarrollo más minucioso de este proceso de configuración y conformación de los individuos en el actual estadio evolutivo del sistema neoliberal.

[3]Véanse los trabajos desarrollados en el marco del proyecto “Héroes de la crisis: narrativa y discurso social en la cultura popular contemporánea” (CSO2014-56830-P) para una aproximación a estas cuestiones relativas a la recepción de ciertos mensajes.

[4]Un análisis del fenómeno fanmade podría resultar de gran interés en este punto, en la medida en que las nuevas posibilidades tecnológicas permiten un diálogo entre creadores y consumidores (ya “prosumidores”), así como un intercambio entre los seguidores miembros de una comunidad construida en torno a cualquiera de las obras que venimos señalando (véase, por ejemplo, Urraco -2020-, a partir del Universo Metro 2033).

[5]No en vano la dupla “teoría+práctica” es recurrentemente explotada por el floreciente marketing educativo de nuestros días a la hora de atraer consumidores a distintos programas formativos que prometen romper con los “excesos de abstracción” de la formación/educación previa, proporcionando titulaciones que se suponen mejor adaptadas a las demandas del esquivo y omnívoro mercado de trabajo.

[6]En ocasiones, curiosamente, como vacío que pretende llenarse, como en el afán por recuperar la memoria de los sufridos clarianos de El corredor del laberinto (Dashner, 2009/2014).

[7]Formulación que podría llevarnos a enlazar con la reflexión de Giddens o Bauman sobre la “pura relación” (véanse, entre otras referencias posibles al respecto, Giddens -1992/1995- o Bauman -2003/2012-).

[8]Enseñanza, por lo demás, perfectamente clásica y arraigada en la tradición judeocristiana, en historias como la de la esposa de Lot convertida en estatua de sal (como ya recordase Weber, no cabe entender el sistema económico como ente abstracto desligado del contexto sociocultural en el que se generó y se desarrolla).

[9]Como se hace en la ya de por sí ciertamente agobiante (por no manosear más el adjetivo “distópico”) El método (Piñeyro, 2005), cuando se les plantea a los candidatos al puesto de trabajo que reflexionen sobre a quién se debería dejar permanecer (y, correspondientemente, a quién podría expulsarse, por innecesario o inútil) en un eventual refugio nuclear (en una dinámica que resultará muy familiar para quienes piensen en cierto conocido chalé televisivo).