El suicidio en la narrativa distópica: problematizaciones morales y reflexiones políticas.



Suicide in Dystopian Narrative: Moral Problematizations and Political Considerations.

Andy Eric Castillo Patton

Universidad Complutense de Madrid

aecastillopatton@ucm.es

Recibido: 28/01/2023 / Aceptado: 21/03/2023

Resumen

El fenómeno del suicidio, sobre todo desde un punto de vista contemporáneo, advierte de destacables problematizaciones del modelo social (pos)industrial y de la sostenibilidad de la vida en la Modernidad. En este sentido, si bien el suicidio pertenece al ámbito de lo real y la distopía es un producto del imaginario, es relevante observar cómo aparece el suicidio en las narrativas distópicas como un dilema dentro de otro dilema existencial. A este respecto, el presente trabajo analiza cuáles son las principales características por las que el suicidio aparece en la literatura distópica, sobre todo en clásicos del género como Un mundo feliz o 1984 y producciones de éxito más recientes como El cuento de la criada o Los Juegos del Hambre. Los principales resultados de esta investigación apuntan a cómo el suicidio en las distopías anglófonas se presenta no sólo como un recurso literario o estilístico, sino como una reflexión política y moral en torno a resistir o claudicar ante lo fatídico.

Palabras clave

Estudios Culturales, Distopía, Filosofía Moral, Suicidio.

Abstract

The phenomenon of suicide, especially from a contemporary point of view, warns of salient problematisations of the (post)industrial social model and Modernity’s sustainability of life. Thus, although suicide belongs to the realm of the real and dystopia is a product of the imaginary, it is relevant to observe how suicide appears in dystopian narratives as a dilemma within an existential dilemma. Therefore, this paper analyses the main characteristics by which suicide appears in dystopian literature, especially in classics such as Brave New World or 1984, and more recent best-sellers like The Handmaid’s Tale or The Hunger Games. The main results of this research point out how suicide in Anglophone dystopias is presented not only as a literary or stylistic technique, but also as a political and moral consideration on resistance or surrender in the face of the fateful.

Keywords

Cultural Studies, Dystopia, Moral Philosophy, Suicide.

Sugerencia de cita / Suggested citation: Castillo Patton, Andy Eric (2023). El suicidio en la narrativa distópica: problematizaciones morales y reflexiones políticas. Distopía y Sociedad: Revista de Estudios Culturales, 3, ***-***.

1.INTRODUCCIÓN: SUICIDIO Y DISTOPÍA

Actualmente, el suicidio en las sociedades (pos)modernas es visto como una suerte de endemia pandémica, es decir, como una realidad omnipresente, pero consustancial al (des)orden moderno. Esto se adivina no sólo en testimonios de prensa, que tienden a tremendizar en torno a las estadísticas y condiciones del suicidio en Occidente –especialmente tras periodos de crisis económica y/o sanitaria–, sino también en informes epidemiológicos e investigaciones científicas que dan cuenta de su extensión y cronificación, sobre todo en países de medios y bajos ingresos per capita y con tasas récord como Lesoto, Guyana, Rusia, Corea del Sur, Lituania, Uruguay, etcétera (Organización Panamericana de la Salud y Organización Mundial de la Salud, 2014; Organización Mundial de la Salud, 2021). A este respecto, si bien el suicidio es visto por parte de la comunidad médica e investigadora como un asunto propio de la falta de atención a la salud mental –particularmente relativo al diagnóstico y monitorización de trastornos o desórdenes mentales de diverso tipo como la depresión o la esquizofrenia, entre otros (Asociación Americana de Psiquiatría, 2014)–, un volumen no menor de publicaciones señala que el suicidio es un problema social e, incluso filosófico, ineludible a la existencia humana. Esta línea de pensamiento, presente en diversas observaciones del entorno disciplinario de la Suicidología (Baechler, 1980; Rocamora Bonilla, 1992; Shneidman, 1996), conecta al suicidio con reflexiones provenientes de la Filosofía Moral contemporánea, en particular con el nihilismo de Nietzsche y el existencialismo de Camus. Respecto a este último, se tiende a atribuir una causa existencial al suicida, una suerte de prueba ante el Absurdo en tanto que el sujeto se enfrenta a una decisión de rebelión o muerte ante el sinsentido. Si bien esta consideración es vista como una ficción de la plena racionalidad del ser humano, su propuesta tiene que ver con el comienzo de la reflexión en El mito de Sísifo, donde se determina que “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no vale la pena de vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía” (Camus, 1942/1995, p. 15). En este sentido, el suicidio se puede ver como parte de un ejercicio deliberativo de carácter cotidiano, si bien no le resta excepcionalidad a su acontecimiento, visto por algunos autores como una actitud más que como un acto (Noon, 1978; Baechler, 1980) o, más bien, como un fracaso del conjunto social (Durkheim, 1897/2015), sea esta muerte autoinfligida deliberada o impulsiva.

Esta condición reactiva del suicidio, tanto por sus circunstancias como en relación con los comentarios y reflexiones que le rodean, encuentra su correlato en la narrativa distópica en tanto que elucubración de un orden social y político pesadillesco (Amis, 1960/2012; Hillegas, 1967; Claeys, 2010, 2017). Es decir, suicidio y distopía comparten un juicio moral respecto a su potencialidad, la primera referida a una fatídica realidad individual y la segunda a un imaginario colectivo sobre lo peor de un futuro (o presente) tentativo del despotismo y/o el cataclismo. Si bien a la distopía le caracteriza un cierto halo satírico o de parodización mordaz (Lederer, 1967; Kumar, 1987; Sargent, 1994), su definición encuentra tanto una polisemia como una confusión terminológica con las formulaciones de la “cacotopía” o la “anti-utopía” (Budakov, 2011; Castillo Patton, 2021). Por tanto, “distopía” da cuenta de un “estiramiento conceptual” (Sartori, 1970) y aplicaciones inadecuadas de la misma definición que también se pueden comprender como resemantizaciones históricas del concepto (Koselleck, 1982). Con todo, la distopía –al igual que los géneros que la acompañan tanto en la literatura como en el cine de ciencia ficción, de catástrofes y/o (pos)apocalíptico– tiene como objeto una crítica moral de un presente o un devenir, que, si bien tanto pesadillesco como absurdo, debe ser contestado y retado por una serie de valores y/o actos contrapuestos. En este sentido, suicidio y distopía se encuentran socialmente atravesados de cuestiones referidas a la acción y un dilema moral: caer en la fatalidad o combatirla. Por tanto, este texto considera de interés observar cómo se introduce y problematiza el suicidio en las distopías, sobre todo las de considerada referencia y éxito, como los clásicos del género como Un mundo feliz de Aldous Huxley (1932/1985) o 1984 de George Orwell (1949/2013) y producciones más recientes como los best-sellers mundiales elevados a largometrajes de El cuento de la criada de Margaret Atwood (1985/2017) o Los Juegos del Hambre de Suzanne Collins (2008/2012).

2. MARCO TEÓRICO: EL SUICIDIO COMO PROBLEMA EXISTENCIAL

Según las ya clásicas observaciones sociológicas de Durkheim (1897/2015), el suicidio se considera un problema consustancialmente moderno. Aunque en la Historia de la Humanidad se puedan encontrar múltiples ejemplos de actos, gestos y conductas suicidas, desde la muerte de Lucrecia, Catón o Cleopatra VII hasta las ficciones renacentistas de los amantes de Teruel o Romeo y Julieta de Shakespeare, pasando por suicidios colectivos como los de los asedios en la antigua Sagunto o Masada, el suicidio adquiere su particular problematización en el umbral de la Ilustración y la Primera Revolución Industrial. Es en este periodo donde médicos, ensayistas y teólogos comienzan a dar cuenta de una suerte de redescubrimiento de un fenómeno que previamente a los siglos XVII-XVIII carecía de un término propio, es decir, “suicidio” –del neologismo suicidium o suicide– como tal no existía (Morin, 2008; López Steinmetz, 2020). Este acontecimiento se tendía a expresar bajo una serie de circunloquios, perífrasis y eufemismos que daban cuenta de otra comprensión del hecho, adivinándose diferencias históricas y culturales más agudas que las que se pueden establecer y detectar en la actualidad, donde el suicidio entendido clínicamente como muerte autoinfligida, de clara connotación negativa, no existe en determinadas geografías y culturas (Macdonald, 2003; Staples y Widger, 2012).

En este sentido, la “aparición” del suicidio durante la época de la Ilustración no sólo responde a una serie de cambios culturales, económicos y políticos, sino a la posibilidad real de su contabilización y registro a partir de la consolidación de la Demografía y la Estadística como sofisticación de una aritmética de la población, es decir, lo que Foucault (1976/2016) señala como la base del “arte de gobernar” de la biopolítica. Aquí, el suicidio comienza a concebirse como un acto liminal y ambivalente, susceptible de ser controlado mediante la Medicina o la Economía más que por la moral religiosa. Sin embargo, el suicidio se torna en un problema político en donde, a diferencia de la enfermedad física o mental, al individuo se le atribuye un cierto grado de voluntad, lo cual lo ubica entre el desafío al orden colectivo y la tragedia social. O sea, se construyen unos imaginarios del suicida como renegado o víctima. Por tanto, estas representaciones llevan a dilatadas discusiones y reflexiones sobre la realidad del suicidio, sus características y, sobre todo, su emergencia asociada a los problemas sociales. Un ejemplo de la construcción de estos imaginarios tiene que ver con cómo se (re)introduce literariamente el suicidio en la novela moderna, sobre todo en la literatura de viajes –tanto imaginarios como reales–, tal y como practican el barón de Montesquieu (1721/1992) o el marqués de Condorcet (1781/2017), entre otros. Si bien textos más próximos al ensayo moral o filosófico que a la narrativa como tal, Margaret Higonnet (2013) señala que el suicidio se torna en objeto tanto de interés (proto)sociológico como recurso literario en la escritura dieciochesca y decimonónica. Ejemplo de ello es cómo diversos autores de la Ilustración y, posteriormente, del Romanticismo, hacen del suicidio un acto catártico, catalizador de un clímax tanto narrativo como político (Cuevas Cervera, 2011), si bien atravesado de diversos juicios morales sobre su adecuación moral. A este respecto, la creación literaria confronta y se solapa con la literatura científica y los tratados estadístico-morales al tener que discutir en torno a diversas significaciones y estereotipaciones del suicidio. Por una parte, esto se advierte en cómo en las citadas obras ilustradas el suicida es representado como un héroe catónico, es decir, como un mártir republicano que se rebela contra el despotismo y un destino fatídico que conduce a la tiranía. Esto sería lo que Higonnet (2013) señala como los arquetipos literarios de las heroínas suicidas o las idealizaciones del suicidio rebelde de indígenas y esclavos africanos en las Américas. Sin embargo, por otra parte, el suicidio es visto como un acto enfermo, una suerte de muerte maldita en circunstancias terribles, donde la locura y a desesperación se apoderan de los sujetos y los despoja de toda razón y capacidad de lucha. Esta línea de pensamiento es la que se compenetra con los incipientes estudios clínicos desarrollados en los primeros asilos psiquiátricos del siglo XIX, los cuales apuntan a la psicopatología como la causa principal de toda muerte por suicidio (Marsh, 2013).

Con todo, los propios psiquiatras y médicos, y la mayor parte de los teólogos del 1800, muestran consternación al señalar que el suicidio tiene que ver con el devenir moderno, particularmente en relación con la secularización (o la descreencia) y la transformación radical de las costumbres que unían a las idealizadas comunidades de antaño. Es en esta corriente en donde parte del pensamiento sociológico identifica las problemáticas del suicidio en base a una época y sociedad promotora del “suicidismo” (Masaryk, 1881/1982), además del egoísmo y, sobre todo, la anomia (Durkheim, 1897/2015). De este modo, las célebres tesis de Durkheim apuntan a la consolidación de un diagnóstico por el cual el orden moderno presenta una serie de dinámicas debilitadoras de los vínculos sociales, en donde la desregulación y la proliferación de incertidumbres –sobre todo en el contexto de grandes crisis morales– promueven conductas suicidas que tienen que ver con sufrimientos insuperables y desamparos colectivos en donde los individuos se ven aislados y desconectados entre sí, sin posibilidad de mitigar su dolor. En este sentido, si bien Durkheim (1897/2015, pp. 259 y ss.) identifica dos tipos o “corrientes suicidógenas” de la era moderna –las tipologías “egoísta” y “anómica”–, estas taxonomías conviven con formas arcaicas referidas al suicidio “altruista” –o “prescriptivo”, según Baudelot y Establet (2008), propio de comunidades timocráticas o teocéntricas– y al suicidio “fatalista”, es decir, el suicidio de los esclavos y los “débiles” de espíritu (Durkheim, 1897/2015, p. 240).

En este punto, y sin dudar del moralismo del ejercicio de sociólogo, las interpretaciones científico-sociales del suicidio dan cuenta de expresiones diversas que se definen a partir de determinadas situaciones o dinámicas sociales. Esto lleva a convergencias con la literatura filosófica en relación con cómo concebir y asumir el suicidio como una realidad relacional, de características intersubjetivas, además de la insospechada naturaleza psicológica que le caracteriza. De este modo, si bien Durkheim se presta a un mayor ejercicio reflexivo y comparativo, sustentado mayormente en el análisis estadístico, sus lecturas encuentran un reflejo en aproximaciones desde la Filosofía Moral como las que presentan Kant (1785/1988) o Nietzsche (1889/1993), donde analizan el suicidio desde otra óptica intelectual. Dicho esto, si bien entre Kant y Nietzsche se podría estimar que existe un abismo epistemológico, el ejercicio de sus filosofías concuerda en la elaboración de unos sistemas de pensamiento que tienen particular raigambre en el análisis (y juicio) de la moral. Así, el suicidio para ambos se trata de un acontecimiento cuya ambigüedad lleva a desiguales condenas absolutas y a consideraciones tanto piadosas como asertivas del mismo. Por ejemplo, para Kant (1785/1988, p. 191) el suicidio es equiparable a una condición de “carroña” (Aas), donde el cuerpo se torna en un objeto profanado de manera ilegítima, transgrediendo todas las leyes naturales, si bien merecen piedad quienes se encuentran con dicho destino inesperado. Para Nietzsche (1889/1993, p. 110), el suicidio puede ser “una muerte en las condiciones más despreciables, […] una muerte a destiempo, una muerte propia de un cobarde”, aunque también puede resultar un “acto de liberación” (freier Tod) en su más estricto sentido. Esta sería la dicotomía, según Nietzsche, entre suicidios “detractores” y “soberanos”, es decir, una polarización del juicio entre la cobardía y la valentía del acto suicida según las circunstancias que lo impulsan.

En relación con estos juicios, la corriente francesa del Existencialismo toma del nihilismo nietzscheano una serie de visiones que son reformuladas en una particular teoría del suicidio ante el dilema de la libertad y el absurdo. Si bien no es una visión unitaria dentro de los existencialistas. Por ejemplo, Jean Paul Sartre (1943/1966) tiene la visión de que el suicidio es el fin de la libertad, mientras que Simone de Beauvoir (1947/1956) considera que el suicida comete un acto positivo, de afirmación y autodeterminación. Camus (1942/1995) tiene una concepción más ambigua, porque, si bien presenta el suicidio como la pregunta de mayor sentido filosófico, es realmente una pregunta retórica: el suicidio es un sinsentido dentro del sinsentido. Para Camus, de manera similar a como ocurre con Sartre, el suicidio es una claudicación, una derrota ante las fuerzas que atenazan al ser humano y lo conducen hacia la destrucción definitiva. El suicidio, para estos autores, no es sólo aceptar que nada tiene sentido, sino que se agotan todas las posibilidades y razones para hacerle frente al sinsentido. De ahí que para estos autores existencialistas el suicidio, sea “corporal” o “moral” –y a su vez puramente filosófico o, incluso, religioso–, es un acto contrario a la pasión y la rebelión contra el “espesor” y la “extrañeza” del Absurdo. Consecuentemente, el suicidio se caracteriza como un dilema tanto moral como político ante las presiones de la existencia, un abordaje que tiende a ubicar a Camus como referente de una problematización filosófica despatologizadora del suicidio, si bien moralizante del mismo (Roberts y Lamont, 2014).

En este sentido, este texto no plantea tanto un enfoque existencialista del suicidio, sino un abordaje sociológico y culturalista de los problemas existenciales. Esta aproximación, con reflexiones como las que lleva a cabo Danilo Martuccelli (2011) en relación con los (des)encuentros entre la Filosofía existencialista y la Sociología, pone en consideración la relevancia de que las Ciencias Sociales tengan en cuenta diversos desplazamientos que, sobre todo, permiten ahondar en las principales vulnerabilidades contemporáneas. Es decir, la “existencialización de cuestiones sociales” (Martuccelli, 2011, p. 163) se estima como un paso importante en la sensibilización de la mirada investigadora. Esto, en conjugación con una Sociología de las Artes (Varela y Álvarez-Uría, 2008) y un abordaje sociológico de la Literatura (Escarpit, 1962/1971; Álvarez-Uría, 2020), da cuenta de cómo los productos culturales como las novelas, los cuadros o las creaciones audiovisuales concentran imaginarios y representaciones sociales que son hechos sociales en sí mismos, testimonios de un pensar y un sentir de época. En este sentido, el texto literario es un material empírico más para explorar y analizar significados acerca tanto de lo individual como de lo colectivo, presentándose como un espacio liminal donde la ficción se enhebra con la realidad y su complejidad.

Por tanto, siguiendo estas pautas tanto de la Sociología como de la Filosofía (y de los Estudios Culturales), a continuación se analizan los pasajes de cuatro obras distópicas de notorio conocimiento y difusión pública en las que el suicidio es un elemento central en su estructura narrativa: Un mundo feliz (Huxley, 1932/1985), 1984 (Orwell, 1949/2013), El cuento de la criada (Atwood, 1985/2017) y Los Juegos del Hambre (Collins, 2008/2012). La selección, además de escoger a los considerados como “clásicos” del género junto con Nosotros de Evgeni Zamiatin (1920/2005) o Fahrenheit 451 de Ray Bradbury (1953/1993), pone en cotejo dichos referentes del género con dos obras más recientes cuyo éxito se traslada a la adaptación cinematográfica, como la primera entrega de la trilogía de los Juegos del Hambre (Ross, 2012), y la adaptación de El cuento de la criada (Miller, 2017-) a plataformas de streaming o televisión online como HBO. Este contraste, además de tener en cuenta una visión paritaria por razón de género de la narrativa distópica –dos autores “clásicos” y dos autoras “actuales”–, se adentra en definiciones de una serie de universos alternativos o futuros terribles según una óptica anglosajona, relativa a diferentes momentos sociohistóricos. Por lo tanto, se tiene en cuenta que estas producciones, dentro de la actual hegemonía cultural anglófona, responden a una movilización de una serie de valores y visiones susceptibles de establecer lecturas dominantes sobre lo moral y lo político tanto en una dimensión general –relativa a un orden ideológico y cultural (neo)liberal–, como específica –referida a las sensibilidades e ideología de cada autor/a–. Si bien esta selección no trata de ser estrictamente representativa de una mentalidad o cosmovisión en su totalidad, sí que estima que interpela a productos culturales que tienden a estar presentes en el imaginario común referido a la “distopía”, donde las alusiones al “soma” o sedación colectiva de Un mundo feliz, la reiterada y presentista manipulación del pasado histórico como en 1984, las pulsiones antiabortistas y de gestación subrogada de la República de Gilead de El cuento de la criada o la competición desenfrenada en el ámbito del empleo entre jóvenes o entre clases sociales de Los Juegos del Hambre sirven de metáforas cotidianas para referirse a diferentes problemáticas y realidades sociales contemporáneas. En consecuencia, esta selección trata de una serie de distopías “pop”, en las que el suicidio tiene una presencia destacable, aunque normalmente obviada, tal y como se expone a continuación.

3. ANÁLISIS: OBSERVACIÓN DEL SUICIDIO EN LAS DISTOPÍAS

3.1. Sobre el concepto de “distopía” y su elección

La definición estándar de “distopía”, según la Real Academia Española (RAE), es la “Representación ficticia de una sociedad futura de características negativas causantes de la alienación humana” (s.f.). Si bien los estudiosos del género distópico discrepan de este tipo de acotación (Kumar, 1987; Sargent, 1994; Claeys, 2017), dado que mezclan la ciencia ficción y el futurismo con la distopía y, a su vez, las anti-utopías y las cacotopías con producciones del (sub)género fantástico grimdark, en el imaginario cotidiano pareciera que esta asociación entre despotismo, catástrofe y tecnología es la que cobra mayor protagonismo. A este respecto, según señalan Gregory Claeys y Lyman T. Sargent (1999), la distopía no deja de ser un reflejo secular de nuevos terrores modernos donde, tal y como afirma Kingsley Amis (1960/2012, p. 3), a través de la literatura se construyen “nuevos mapas del infierno”. Esto da lugar a que “distopía” sea un concepto aglutinador de diferentes creaciones e interpelaciones sociopolíticas, donde apenas se diferencian otras tipologías que aluden a la colisión de valores liberales con propuestas conservadoras (Martorell Campos, 2021). Sin embargo, epistemológicamente se dan divergencias notorias, por ejemplo, entre la distopía y la “cacotopía”, entendida esta última como “mal lugar” en un sentido más propio de los esquemas de la Filosofía Política y la Filosofía Moral de la Ilustración, centradas en la promoción de virtudes neoclásicas frente a la corrupción y el despotismo absolutistas, considerados como procederes tiránicos o ilegítimos (Budakov, 2011). De hecho, etimológicamente, “distopía” sería un “lugar difícil” o “anómalo” que no tiene por qué concebir la parodización y la crítica, tal y como sí ocurre en la “anti-utopía” en tanto que burla de una hipotética sociedad utópica, sobre todo de índole colectivista al estilo de la obra de Moro o los experimentos socialistas (Sargent, 1994; Claeys, 2017). En este sentido, de acuerdo con algunos autores (Lederer, 1967; De Llorens, 1985; Kumar, 1987), la anti-utopía es cómo se define el género satírico de Un mundo feliz y 1984. Sin embargo, Sargent (1994, p. 8), entre otros (Baccolini, 2004; Claeys, 2017), sí que considera estas obras como distopías fundacionales del género en tanto que representan una arquetípica “utopía invertida” en tanto que idilio y perfección, si bien bajo formas y prácticas monstruosas desde un punto de vista del lector. Esto da cuenta de que el género distópico reconoce diferentes periodos creativos en los que se identifican “distopías clásicas” o “tradicionales”, donde es común la crítica al colectivismo y la deshumanización a través de la tecnología; y “distopías críticas”, referidas a la imposibilidad de la utopía en un oscuro futuro tecnológico donde, contra todo pronóstico, sí que hay lugar para la esperanza o, al menos, la resistencia (Baccolini, 2004; Levitas, 2008). No obstante, ambas categorizaciones, entre otros “giros” y “oleadas” distópicas (Urraco Solanilla, 2016; Castillo Patton, 2021), tienen en común la configuración de un universo cuya narrativa se centra en las dinámicas y cotidianidad de un régimen político de características abusivas, fundamentado en el terror, la normalización de la violencia y el fanatismo ideológico. Estos rasgos fundamentales son los que comparten, a grandes rasgos, las obras aquí seleccionadas de la distopía “clásica”, como Un mundo feliz y 1984, y de la distopía “crítica”, como El cuento de la criada y Los Juegos del Hambre.

Con todo, Un mundo feliz discreparía y destacaría entre las otras creaciones en tanto que se trata de un régimen fundamentado en la razón, la técnica y la paz científica –y la alienación consumista y farmacológica–, siendo 1984, El cuento de la criada y Los Juegos del Hambre relatos sobre sociedades surgidas y recreadas en la guerra. Sin embargo, todas comparten una narrativa en la que un orden político de naturaleza vertical, jerárquica y elitista gobierna con mano de hierro y aplasta toda oposición a su autoridad. Esta configuración o setting construye un relato donde los diferentes personajes no son héroes predestinados a grandes actos, sino que se ven como inesperados protagonistas de un accidente en su cotidianidad pesadillesca. Quizás el caso de Los Juegos del Hambre sería el más discordante, puesto que, al tratarse de una Bildungsroman o novela juvenil, Katniss Everdeen sí que estaría encaminada en una suerte de “viaje del héroe” (Campbell, 1949/2010), aunque este camino le conduce al trauma y al desarrollo de un evidente Trastorno de Estrés Postraumático (TEPT o PTSD en inglés). Sin embargo, algo que une a estas obras del ámbito cultural y literario anglosajón es que tratan de vidas aparentemente anónimas, si bien con protagonistas que exhiben alguna que otra singularidad personal. Este distintivo individual, junto con los accidentes narrativos, son los que impelen el relato de una situación de persecución y/o represión de dichas anomalías o singularidades del individuo por parte de un régimen político que practica de manera obsesiva el control social de la desviación y la disidencia.

3.2. El suicidio en las distopías “clásicas” y “críticas”

Tras acotar el concepto de distopía y las semejanzas entre obras, en primer lugar cabe definir la novela de Un mundo feliz como la parodización de una Arcadia de la paz mundial en 2540 (632 después de Ford). En este Estado Mundial, regido por un capitalismo de Estado tecnocientífico de inspiración fordista, los avances de la ingeniería genética y la Psicología de las Organizaciones han conformado una perfecta maquinaria administradora de poblaciones fabricadas en probetas y laboratorios, con funciones sociales preasignadas. Aquí, el accidente en la normalidad distópica (o anti-utópica) es un desliz en la procreación natural de un sujeto, John “Salvaje”, que es excepcionalmente sensible, además de representar una curiosidad antropológica, casi zoológica, descubierto “accidentalmente” por los coprotagonistas Lenina Crowne y Bernard Marx en un viaje a una reserva natural. El descubrimiento e introducción social de “Mr. Salvaje” por parte de Mustafá Mond, junto con los fallos e inadaptación social de Bernard, contribuyen a esbozar el panorama de una sociedad deshumanizada, aunque paradójicamente feliz. Este contraste se aprecia en cómo Huxley ironiza la confrontación del mito rousseaniano del “buen salvaje” con los estatutos degenerados de una civilización regida por el conocimiento tecnocientífico. Esto se observa en cómo el idilio romántico de John en comunión con la naturaleza de grandes cañones y desfiladeros y la poesía de Shakespeare, una suerte de rasgo de su elevada sensibilidad cultural en “estado de naturaleza”, se ve roto por las tentaciones al sexo y al consumo de drogas que lo tornan de pacífico y sensible individuo, con credos cristianos y animistas, en violento y depravado miembro del colectivo totalitario, hostigado por la espectacularización de su condición. Este tránsito, en el cual se intercalan otros episodios y cuestiones que profundizan en la realidad y trama de Un mundo feliz, es el que se explicita en el desenlace de la novela al darse la situación de John, aislado y exiliado en un faro, pero acosado por las masas y apesadumbrado por una culpa que trata de mortificar a través de la autoflagelación. Finalmente, tras un episodio en el cual se ve presionado colectivamente a fustigar públicamente a Lenina, su amante imposible y perfecta ciudadana desalmada, John se derrumba en la atrocidad de un mundo que le ha arrebatado toda inocencia y, sobre todo, control sobre sí mismo. Esta desesperación y remordimiento le conduce al suicidio, acto por el cual termina Un mundo feliz:

… La puerta del faro estaba entreabierta. Empujáronla y entraron en un crepúsculo de ventanas cerradas. A través de un arco, en el fondo de la sala, vieron el arranque de una escalera que iba a los pisos altos. Justo bajo la clave del arco bamboleábase un par de pies.

—¡Míster Salvaje!

Lentamente, muy lentamente, como dos despaciosas agujas de brújula, los pies giraban hacia la derecha, Norte, Nordeste, Este, Sudeste, Sur, Sudoeste; se pararon. Y luego, tras algunos segundos, giraron con la misma calma hacia la izquierda. Sudsudoeste, Sur, Sudeste, Este… (Huxley, 1932/1985, p. 253)

En segundo lugar, el relato de 1984 presenta importantes diferencias con la configuración de Un mundo feliz, si bien ambos comparten la definición de “anti-utopías” y obras fundacionales del género distópico (Claeys y Sargent, 1999; Claeys, 2017), quizás más relevantes que Nosotros y Fahrenheit 451 –si bien la influencia de Zamiatin en Huxley y Orwell es más que notoria–. El mundo de 1984, en contraste con el de Un mundo feliz, es un orden social surgido y fundamentado en la (pos)guerra. En Un mundo feliz la paz del Estado Mundial se ha logrado mediante la exclusividad de la técnica y el desarrollo de la ciencia experimental, consolidando el sueño del capitalismo tardío de inspiración fordista: el malestar social es atemperado mediante el consumismo, la hipnosis y la sedación farmacológica. De ahí que el episodio del despliegue de antidisturbios sea un acontecimiento incómodo y desagradable para el régimen de los Alfas. En 1984,no: es un mundo en permanente guerra, o así se hace creer. El conflicto eterno entre Oceanía, Eurasia y Estasia no sólo justifica un continuo estado de sitio, de alerta y vigilancia masiva, sino que normaliza la administración de la tortura y la violencia o, por lo menos, su promesa. Esta operación psicológica, que se inspira en la crítica al estalinismo soviético y al nacionalsocialismo hitleriano, es la que fundamenta la práctica de la vigilancia tanto vertical como horizontal de los “crimentales”, donde la denuncia de sospechas de pensamiento divergente o alternativo a la doctrina del Ingsoc se produce incluso dentro de una misma familia. Esta amenaza de represión y arresto da lugar a consideraciones suicidas por parte de Winston Smith, protagonista de la novela:

… Las detenciones no eran siempre de noche. Lo mejor era matarse antes de que lo cogieran a uno. Algunos lo hacían. Muchas de las llamadas desapariciones no eran más que suicidios. Pero hacía falta un valor desesperado para matarse en un mundo donde las armas de fuego y cualquier veneno rápido y seguro eran imposibles de encontrar (Orwell, 1949/2013, p. 50).

La angustiante sensación de vigilancia y control absoluto de 1984 frente a Un mundo feliz es tal que hasta el suicidio es un acto controlado por el Estado, sobre todo en tanto que lo que caracteriza al régimen del Partido Único y del Gran Hermano es la propaganda y manipulación permanente de los hechos. De ahí que el suicidio no se pueda plantear siquiera como una escapatoria al control político en tanto que “suicidio” es renombrado como “desaparición”, que equivale a secuestro y asesinato, tal y como acontece en las purgas estalinistas o en los golpes de Estado de Latinoamérica de los años de la Operación Cóndor. De hecho, en 1984 la fantasía del control absoluto del Estado sobre la muerte es equiparable a cómo Foucault (1976/2016) postula el modelo teórico e histórico de la biopolítica, en concreto el “hacer vivir” liberal sobre el “hacer morir” de los soberanos medievales y absolutistas. De este modo, el “derecho de muerte” en 1984 queda completamente reservado al súperestado de Oceanía, siendo el desenlace de Winston la reeducación y no la temida ejecución, lo cual Orwell torna en más horrible destino. Esto se explicita en varios pasajes de la novela donde la posibilidad de llevar a cabo el suicidio es parte de una discusión sobre los límites y las condiciones reales de actuar con libertad. De hecho, para Winston llega a darse la disyuntiva donde la huida y la rebelión son menos realistas que la posibilidad y promesa del suicidio:

… Los dos sabían que todo esto eran tonterías. En realidad no había escapatoria. E incluso el único plan posible, el suicidio, no estaban dispuestos a llevarlo a efecto. Dejar pasar los días y las semanas, devanando un presente sin futuro, era lo instintivo, lo mismo que nuestros pulmones ejecutan el movimiento respiratorio siguiente mientras tienen aire disponible (Orwell, 1949/2013, p. 73).

Sin embargo, en tanto que el deseo de Winston es vivir y elegir las consecuencias de sus actos, el suicidio es apartado de las materializaciones que se dan durante su búsqueda de una libertad en un sentido positivo, espoleada por la promesa de resistencia y disidencia. Con todo, y dada la oferta de ser parte de la rebelión de Emmanuel Goldstein contra el Gran Hermano, otra ilusión orquestada por la propia maquinaria propagandística y policial del Estado de “La Ignorancia es Fuerza” y “La Libertad es Esclavitud”, Winston, junto a Julia –ambigua doble agente–, se declara dispuesto al suicidio si así se lo piden:

—¿Estáis dispuestos a suicidaros si os lo ordenamos y en el momento en que lo ordenásemos?

—Sí (Orwell, 1949/2013, p. 83).

 Por lo tanto, en 1984 el suicidio es presentado como un instrumento que, al igual que todo otro acto o concepto en Oceanía, tiene un doble filo: es tanto dominación como libertad. Es en esta paradoja donde se produce parte del bloqueo de Winston al ser incapaz de poder elegir una cosa u otra hasta que finalmente es apresado, torturado y recondicionado por los servicios psiquiátricos del Ingsoc: el disidente no es más que un enfermo mental, lo cual hace de toda resistencia o crítica política un acto de locura.

En tercer lugar, El cuento de la criada comparte con 1984 ese paraje propio de un orden totalitario en el sentido descrito por Juan José Linz (1978) como aquel régimen político inscrito en la exigencia de la movilización permanente, es decir, de la activa participación de las masas mientras que el autoritarismo, por el contrario, exige la pasividad de la población. Si bien el mundo de El cuento de la criada es más bien perteneciente a un orden teocrático que colectivista, sobre todo en la creación de una utopía fundamentalista cristiana inspirada en los principios del puritanismo evangelista, comparte con 1984 la instauración de un régimen de vigilancia y control social permanente, sumido en la continuidad de la guerra y el espionaje masivo. Es en la guerra, santa y revolucionaria, en lo que Gilead funda su organización económica y social, reestructurando el espacio físico e instituyendo la esclavitud y relaciones de corte feudal, donde es central la apropiación del cuerpo de las mujeres, sobre todo si son fértiles. Aunque la Noche de la Esvástica de Katharine Burdekin (1937/1985) representa una de las obras más elementales del subtipo de la distopía feminista, es decir, la distopía escrita bajo una crítica a la opresión por razón de género, El cuento de la criada se ubica como principal trabajo de referencia a este respecto en el imaginario colectivo. Ejemplo de ello es su adaptación a una serie producida por Hulu y alojada en HBO que ha dado lugar a la proliferación de símbolos en el activismo por los derechos reproductivos de las mujeres frente a políticas antiabortistas, sobre todo en el continente americano. Con todo, lo relevante de esta narrativa es cómo se va desagregando el pensamiento y reflexiones de Defred –Offred en inglés, por su “pertenencia” al Comandante Fred–, donde se van conformando una serie de miradas retrospectivas sobre cómo se constituyó Gilead, alternándose con episodios cotidianos de las criadas y sus microrresistencias, además de los intentos de organizar una contrarrebelión interna –Mayday–. Si bien en la adaptación de Hulu (Miller, 2017-) se dan más licencias creativas, como, por ejemplo, el conocimiento del nombre real de la criada –June Osborne, anonimizada en la novela, pero testigo de estas luchas por nombrar o el desolvido–, la presentación del intento de suicidio de esta tras un lance y plan fallido con el Comandante se explicita como punto de inflexión en la huida de Gilead:

Hay un montón de cosas que podría hacer. Por ejemplo, podría pegar fuego a la casa. Haría un bulto con algunas de mis ropas y con las sábanas y encendería la cerilla que tengo guardada. Si no prendiera, no pasaría nada. Pero si prendiera, al menos habría una señal de algún tipo que marcara mi salida. Unas pocas llamas que se apagarían fácilmente. En el intervalo podría dejar escapar unas nubes de humo y moriría asfixiada. Podría romper la sábana en tiras, retorcerlas como una cuerda, atar un extremo a la pata de mi cama e intentar romper el cristal de la ventana. Que es irrompible. […] También podría atarme la sábana al cuello, colgarme del armario, dejar caer mi cuerpo hacia delante y estrangularme. […] Pienso en todo esto distraídamente. Cada una de las posibilidades parece tan importante como el resto. Ninguna parece preferible a otra. La fatiga se apodera de mí, de mi cuerpo, mis piernas y mis ojos. Esto es lo que ocurre al final. La fe no es más que palabra bordada (Atwood, 1985/2017, p. 390).

Asimismo, de forma inversa a 1984, en El cuento de la criada las desapariciones se nombran como suicidios, construyendo una condena moral explícita de un acto pecaminoso por parte de las criadas, tal y como ocurre con el secuestro y asesinato de Deglen –Ofglen– por su adscripción a la red de la resistencia, si bien a Defred se le presenta como una salida al horror cotidiano:

¿Y ahora?, pienso. La cabeza me da vueltas, esto no significa nada bueno, ¿qué habrá sido de ella?, ¿cómo averiguarlo sin que se note demasiado mi preocupación? No podemos crear amistades ni lealtades entre nosotras. Intento recordar cuánto tiempo tenía que pasar Deglen en su actual destacamento. […]

—Ella se colgó. Después del Salvamento. Vio que la furgoneta venía a llevársela. Es mejor así.

Y se aleja de mí, calle abajo.

Aguardo un momento; me falta el aire, como si me hubieran dado una patada. Entonces, ella está muerte y yo estoy a salvo. Lo hizo antes de que ellos llegaran. Siento un enorme alivio (Atwood, 1985/2017, pp. 379, 382-383).

Por tanto, para Defred el suicidio se presenta como una salida a una situación de explotación sexual y despotismo fundamentalista, si bien se contradice a las aspiraciones de resistencia y sabotaje de Gilead. Esto encaja con cómo es relatada su experiencia en una metaficción histórica en 2195 donde se estudian los estragos de un periodo distópico y de colapso ecológico en Norteamérica.

Por último, y en cuarto lugar, Los Juegos del Hambre presentan un contexto en el cual, de manera similar a El cuento de la criada y 1984, una guerra total da lugar a la constitución de un régimen militarista y sanguinario. Sin embargo, al régimen imperante no le caracteriza un gobierno estrictamente fundamentalista en lo ideológico, sino la imposición de un segregado y extremadamente funcionalista orden de clases que se ve revalidado de forma ritual en unos juegos gladiatoriales retransmitidos en directo en los que se escogen representantes –“tributos”– de los doce distritos de Panem, el nuevo Estados Unidos. El personaje de Katniss Everdeen, del Distrito 12 –dedicado a la minería de carbón–, se erige como un personaje modélico en el sentido referido a su entrega voluntaria a los Juegos en vez de la elección aleatoria de su hermana. Una superviviente en el sentido estricto, especialmente en el “survavilista”, Katniss se ve sometida a múltiples pruebas donde termina siendo el centro y eje propagandístico de una rebelión contra el orden extractivista y sacrificial del Capitolio. Entre las diversas presiones, Katniss confronta el dilema de si sobrevivir a su compañero de Distrito, Peeta Mellark, con quien además de mantener una complicada relación de amistad, tiene una ambigua relación romántica que Peeta instrumentaliza para ganarse el favor del público del show de la Arena. Sin embargo, en el desenlace de los Juegos, Katniss y Peeta se ven en la situación de matarse el uno al otro, lo cual les es moralmente imposible, orquestando una ficción suicida que les resulta exitosa, si bien comprende la realidad del propio gesto suicida:

—No puedo. No lo voy a hacer.

—Hazlo, antes de que envíen otra vez a esos animales o a otra cosa. No quiero morir como Cato.

—Pues dispárame –—respondo, furiosa, devolviéndole las armas con un empujón— ¡Dispárame, vete a casa y vive con ello!

Mientras lo digo, sé que la muerte aquí, ahora mismo, sería más fácil que seguir viviendo.

—Sabes que no puedo —dice él, tirando las armas—. Vale, de todos modos yo seré el primero en morir.

Se inclina y se arrana la venda de la pierna, eliminando la última barrera entre su sangre y la tierra.

—¡No, no puedes suicidarte!

Me pongo de rodillas e intento pegarle la venda en la herida, desesperada.

—Katniss, es lo que quiero.

—No vas a dejarme sola —insisto, porque, si muere, en realidad nunca volverá a casa, me pasaré el resto de mi vida en este campo de batalla, intentando encontrar la salida.

—Escucha —me dice, poniéndome en pie—. Los dos sabemos que necesitan a su vencedor. Solo puede ser uno de nosotros. Por favor, acéptalo, hazlo por mí.

Y sigue hablando sobre lo mucho que me quiere, sobre cómo sería su vida sin mí, pero ya no lo escucho, porque sus anteriores palabras han quedado atrapadas dentro de mi cabeza y están ahí, dando vueltas.

«Los dos sabemos que necesitan a su vencedor».

Sí, lo necesitan. Sin vencedor, a los Vigilantes les estallaría todo en la cara: fallarían al Capitolio, puede que incluso los ejecutasen de forma lenta y dolorosa, en directo para todas las pantallas del país.

Si morimos Peeta y yo, o si pensaran que vamos a…

Me llevo las manos al saquito del cinturón y lo desengancho. Peeta lo ve y me coge la muñeca.

—No, no te dejaré.

—Confía en mí —susurro. Él me mira a los ojos un buen rato, pero me suelta. Abro el saquito y le echo un puñado de bayas en la mano; después cojo unas cuantas para mí—. ¿A la de tres?

—A la de tres —responde Peeta, inclinándose para darme un beso muy dulce. Nos ponemos de pie, espalda contra espalda, cogidos con fuerza de la mano-. Enséñalas, quiero que todos lo vean.

Abro los dedos y las oscuras bayas relucen al sol. Le doy un último apretón de manos a Peeta para indicarle que ha llegado el momento, para despedirme, y empezamos a contar.

—Uno. —Quizá me equivoque—. Dos. —Quizá no les importe que muramos los dos—. ¡Tres!

Es demasiado tarde para cambiar de idea. Me llevo la mano a los labios y le echo un último vistazo al mundo. Justo cuando las bayas entran en la boca, las trompetas empiezan a sonar.

La voz frenética de Claudius Templesmith grita sobre nosotros:

—¡Parad! ¡Parad! Damas y caballeros, me llena de orgullo presentarles a los vencedores de los Septuagésimo Cuartos Juegos del Hambre: ¡Katniss Everdeen y Peeta Mellark! ¡Les presento a… los tributos del Distrito 12! (Collins, 2008/2012, pp. 365-367).

Sin duda, el suicidio en los Juegos del Hambre se presenta como un recurso narrativo que sirve de inicio del anticlímax de la primera novela –y largometraje– de la trilogía. Con todo, la exasperación de Katniss da lugar a la formulación de un acto desesperado que se presenta no sólo como la única salida, un todo o nada, al dilema de matar a su compañero; sino también el suicidio es un acto de sabotaje y desafío al ritual juvenicida del Capitolio. Por tanto, aquí el suicidio se presenta como punto de inflexión fundamental en el desarrollo y consolidación de la trama, abriendo un nuevo periodo que es el que da lugar al de Katniss como celebrity revolucionaria y potencial mártir.

3.3. El suicidio como (contra)recurso distópico

La observación de los diferentes extractos de las escogidas novelas distópicas da cuenta de diferentes representaciones del suicidio de acuerdo no sólo con el impacto que tiene este en cada obra, sino con el dilema que presenta en términos tanto generales como específicos. Esto se expresa más allá del recurso narrativo que presenta en cada trama, donde tiene un valor intrínseco en el (anti)clímax de cada novela en tanto que precipita el fin del testimonio de un personaje y se presenta como quizás el más intenso de los dilemas que se enfrentan. Si la distopía es una situación horrible, y más cuando hay conciencia de ello y falta de sensación de posibilidad de escapatoria, el suicidio parecería ser el acto más lógico, aún en desesperación. Esto sería la elección del suicidio como acto de libertad contra un insuperable Absurdo (Camus, 1942/1995; De Beauvoir, 1947/1956). Sin embargo, abrazar la muerte por suicidio es admitir la propia victoria de lo absurdo, en este caso un régimen político infernal, tal y como ocurre en 1984, El cuento de la criada y parcialmente en Los Juegos del Hambre. En estos dos últimos contextos, además de Un mundo feliz, el suicidio es un acto de desafío y sabotaje al absurdo distópico en tanto que le arrebata ese control total sobre la vida: se le priva al soberano del mandato de “hacer vivir” a la vez que se le arrebata el droit de glaive (Foucault, 1976/2016). Con todo, en las novelas impera un fuerte elogio de la capacidad de supervivencia así como un juicio moral de la inadecuación del suicidio. Si el suicidio de la mayor parte de estas situaciones tiene que ver con una tipología “fatalista” (Durkheim, 1897/2015), lo más adecuado es rebelarse contra la fatalidad, aún con consecuencias desastrosas. En este sentido, el suicidio podría verse como una suerte de “metadistopía” aun visto como acto lógico. Esto da cuenta de que, en tanto que el valor máximo es la vida, estas narrativas promueven lecturas antisuicidas donde este acto se presenta como una falsa salida o falsa elección: es un acontecimiento forzoso, si es que se produce.

  • CONCLUSIONES

El problema del suicidio en la narrativa distópica tiene una presencia más notoria que la que se puede atender a primera vista. Este recurso narrativo, y los dilemas morales que lo atraviesan y juzgan, se observa en otras producciones del género donde, por ejemplo, es bastante común el dilema y la ejecución del suicidio en la “demodistopía” del género zombie (Domingo, 2017). De hecho, en las anti-utopías que preceden al género distópico, el suicidio llega a tener una centralidad relevante, tal y como ocurre en el relato del Instituto del suicidio (1917/2006) de Gilbert Clavel. En esta novella, según Jan Tanaka (2015), la cuestión central de la muerte como transformación en las narrativas distópicas es un elemento fundamental para comprender la consolidación de un género donde, al final, se discute en torno a las garantías de la libertad en su sentido más referido a la capacidad de elección y autodeterminación individual. En el caso del Instituto del suicidio la elección del suicidio es falsa en tanto que se trata de una administración estatalizada de la muerte que, en realidad, no es libre, tal y como se da en producciones más recientes como Plan 75 (Hayakawa, 2022): el suicidio es un hecho obligatorio. Si bien este relato podría entrar en la discusión y crítica de la eutanasia, en tanto que suicidio permitido y gestionado clínicamente, lo que da cuenta del vínculo de esta novela futurista con otros textos posteriores donde la muerte autoinfligida se pone en relación con situaciones de desesperación e, incluso, de locura. En este sentido, la excepcionalidad del suicidio en la distopía radica en que su expresión “lúcida” nace de circunstancias aterradoramente insoportables, de ruptura del sujeto a pesar de su declarada “rebeldía”.

Asimismo, el suicidio en la distopía –y su consideración de acto moralmente aberrante– entra en conexión con los intereses contemporáneos por el propio género y los problemas que aborda. Esto se aprecia especialmente en obras de la “oleada” reciente de distopías que se ubican en la novela juvenil, como Los Juegos del Hambre (Urraco Solanilla, 2016). Sin embargo, tal y como hacen notar ciertas críticas culturales (Grady, 2017; Martorell Campos, 2021), el género distópico en la actualidad experimenta una cierta decaída en su interés. De hecho, se advierte que en cohortes juveniles comienzan a leerse más las novelas dedicadas a la ideación suicida que a la problematización distópica. Esto es un aspecto en el que habría que ahondar en futuras investigaciones: cómo los temas de moda, además de productos mediatizados y trabajados por el marketing, pueden conectar con preocupaciones (socio)existenciales. El mejor ejemplo se daría en el desplazamiento del interés por el colapso y la rebelión –tema central en las distopías “críticas”– a una (re)creación cultural donde el suicidio pareciera normalizarse como posibilidad e, incluso, símbolo de una generación de jóvenes ante dilemas que se ven incapaces de resolver.

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