Echar raíces en el imaginario colectivo: el infradesarrollado universo narrativo del trífido.

Taking Root in the Collective Imagination: The Underdeveloped Narrative Universe of the Triffid.

Mariano Urraco Solanilla

Universidad a Distancia de Madrid (UDIMA)

mariano.urraco@udima.es

Recibido: 17/02/2022 / Aceptado: 19/03/2022

Resumen.

       Este artículo lleva a cabo un análisis de la obra clásica El día de los trífidos (Wyndham, 1951/2008) y de un conjunto de obras derivadas producidas a partir de dicho libro. Se pretende estudiar los temas principales planteados por Wyndham, desde el tratamiento dado a la discapacidad (ceguera) hasta las posibilidades de desarrollo de una comunidad utópica en el contexto posapocalíptico dibujado en la novela, poniendo especial interés en los rasgos de carácter del protagonista del relato. Asimismo, se analizan los cambios introducidos por las versiones y secuelas posteriores, tratando de rastrear eventuales intentos de adaptarse a la sensibilidad social de distintos momentos históricos, hasta nuestros días. Se concluye introduciendo una reflexión sobre los motivos por los cuales el universo narrativo en torno a la figura del trífido no parece haber tenido un gran desarrollo, pese a las oportunidades que brinda el escenario planteado en la obra original.

Palabras clave.

       Trífido; Wyndham; Apocalipsis; Colapso; Discapacidad; Transmedia.

Abstract.

       This article carries out an analysis of the classic work The Day of the Triffids (Wyndham, 1951/2008) and of a series of subsequent works produced from that volume. The aim is to study the main themes raised by Wyndham, from the treatment given to disability (blindness) to the possibilities of development of a utopian community in the post-apocalyptic context drawn in the novel, with special interest in the character traits of the protagonist of the story. Likewise, the changes introduced by later versions and sequels are analyzed, trying to trace eventual attempts to adapt to the social sensibility of different historical moments, up to the present day. It concludes with a reflection on the reasons why the narrative universe around the figure of the triffid does not seem to have had a great development, despite the opportunities offered by the scenario proposed in the original work.

Keywords.

       Triffid; Wyndham; Apocalypse; Collapse; Disability; Transmedia.

Sugerencia de cita / Suggested citation: Urraco Solanilla, Mariano (2022). Echar raíces en el imaginario colectivo: el infradesarrollado universo narrativo del trífido. Distopía y Sociedad: Revista de Estudios Culturales, 2, 149-160.

1. OTRO MONSTRUO VIENE A VERTE: DEL BOTÓN ROJO NUCLEAR A LA CRISIS MEDIOAMBIENTAL A TRAVÉS DE LOS TRÍFIDOS.

            En 1951 se publicó un libro que pronto habría de convertirse en un título de culto para los amantes de la ciencia-ficción, especialmente para aquellos más proclives al disfrute de situaciones que se desarrollan en torno al eventual colapso de la civilización. John Wyndham, seguramente más conocido entre el gran público por la adaptación cinematográfica de Los cuclillos de Midwich (1957/1976) en El pueblo de los malditos (Rilla, 1960), plantea en El día de los trífidos (1951/2008) un escenario apocalíptico que, estando influido por las condiciones históricas del momento en que se escribe esta obra, presenta algunas originales novedades que le dan a su relato un cierto carácter “único” o, al menos, lo hacen merecedor de un genuino interés. No debemos perder de vista, en ese sentido, la distancia temporal que nos separa hoy de dicha publicación, la cual resulta innovadora para su época en varios puntos. En el contexto de la incipiente Guerra Fría, con sus temores nucleares como telón de fondo para la imaginación distópica del momento, Wyndham plantea una vuelta de tuerca al tema recurrente de la mutación provocada por la radiactividad. De este modo, el cruel antagonista que aparece en su novela no es un producto directo de la obra de algún típico “científico loco” (aunque se deslice esa posibilidad), como tampoco emerge de las profundidades del tiempo como un terror creado ex novo por un desastre atómico, sino que vendría a ser una suerte de desencadenado monstruo del doctor Frankenstein (como el propio átomo, por lo demás), entroncando así con otro de los temas recurrentes dentro del género: la segunda creación, la criatura que se vuelve contra su “padre”. En esta ocasión, el papel de amenaza de fondo (por más que, como sucede en multitud de obras más recientes, el verdadero peligro lo constituyen los exogrupos de supervivientes) recae en un engendro genético: el trífido, que no es sino una especie de gran planta carnívora dotada de la posibilidad de desplazamiento (a una velocidad lenta, como si de un zombi romeriano se tratase) y, se presume, de una cierta “inteligencia de colmena” que hace recaer en la masa vegetal la auténtica amenaza, por más que un único ejemplar pueda constituir ya un enemigo formidable, especialmente cuando, a lo largo del relato, parecen ir perfeccionando sus habilidades de acecho y caza de seres humanos (los trífidos lanzan un aguijón venenoso, que en ocasiones ciega a su víctima o, directamente, acaba con su vida).

     Un giro interesante con respecto a otras obras radica, pues, en el hecho de que los trífidos, pese al peligro que suponen, ya “están entre nosotros” al comienzo de la historia narrada por Wyndham, como muestra de la ambición humana, que acepta el (enorme) riesgo de convivir con esta especie por las posibilidades de explotación (riqueza) que ofrecen las plantas. El aceite de trífido vendría a ser una solución a la escasez de recursos naturales, al agotamiento del planeta ante una superpoblación que sería otro de los desvelos de las sociedades de posguerra (véase, por ejemplo, el clásico de Harrison –1966/1986–). Este uso inicial de los trífidos establece una doble perspectiva, convirtiendo a este peligroso huésped en un tipo de “prisionero” al que someter y exprimir, al más puro estilo de las salamandras de Čapek (1936/1981). El fatídico día en que se interrumpe la vigilancia y los trífidos escapan de las granjas y jardines en que estaban confinados pareciera como si la naturaleza (una curiosa versión de la naturaleza, antropizada y artificial, no “cruda” sino “cocinada”, en el triángulo de Lévi-Strauss) reclamase su sitio, pasando por la eliminación, lenta e inmisericorde, del género humano, una forma de vida que ha quedado superada por los acontecimientos, en una aplicación de los postulados sobre selección natural y adaptación al medio, tan caros al género posapocalíptico desde sus orígenes.

     Y es que la humanidad, para enmarcar el cuadro de sus desgracias, se ha visto afectada por una repentina ceguera, como consecuencia de un fenómeno atmosférico que, atribuido inicialmente al paso de un cometa, suscita pronto la suspicacia del protagonista del relato, sembrando en el lector la duda razonable acerca de una actuación humana (algún tipo de acción militar mal calculada, por cuanto en el libro no se señala después la existencia de un ejército o facción que hubiera podido provocar la ceguera a sus enemigos de manera deliberada, aunque se indica que las grandes potencias enfrentadas tenían la posibilidad de desatar una guerra biológica a partir de sus respectivos satélites en órbita). Como si de un accidente fatal se tratase, o como si el Reloj del Día del Juicio Final hubiera llegado al fin a la medianoche, se asiste al silencioso colapso de la civilización. En lo que podría ser una crítica a la sociedad de consumo de posguerra (o a la sociedad de masas, en general), Wyndham describe cómo la población, casi en su totalidad, se congrega para ver unas llamativas luces en el cielo… quedando ciega poco después. Solamente unos cuantos individuos, como Bill Masen, el narrador de la historia, consiguen evitar ese destino de potencial extinción de la especie, por distintas causas (estar durmiendo después de una borrachera; estar escondido en un sótano; estar ingresado en un hospital con los ojos vendados después, precisamente, del ataque de un trífido…).

     Así encontramos al protagonista del libro, despertando enojado ante el incumplimiento del horario de comidas del hospital al que ha sido trasladado. En una escena que ya forma parte del imaginario colectivo (por cuanto la hemos visto en el arranque de 28 días después –Boyle, 2002–, en el primer número de The Walking Dead –Kirkman, 2003-2019– o en otros productos que no dejan de ser un pastiche de tópicos del género Z), Masen amanece solo en un hospital y va descubriendo los horrores de la cotidianidad alterada para siempre. En este caso el relato de descubrimiento tiene un ritmo gradual, por cuanto primero descubre el horror inicial, la ceguera colectiva, para después conocer la amenaza de los trífidos. Si los seres humanos “simplemente” se hubieran quedado ciegos, existiría la posibilidad de construir un nuevo comienzo sin tener por ello que reemplazar al “material humano” implicado, pero la presencia del trífido introduce un nuevo término en la ecuación, convirtiendo pronto la lucha por la supervivencia de Masen y demás personas videntes en un simple proceso darwiniano con un final tan (demasiado) previsible como (artificialmente) preestablecido.

2. LA (APARENTE) INEVITABILIDAD DE LAS ACCIONES: SÁLVESE QUIEN PUEDA.

     Desde el comienzo del libro, el lector bienintencionado y de corazón tierno puede sentir cierta antipatía por Masen, aparentemente más preocupado por la desaparición de los placeres de la vida (de su vida, mejor dicho) que por la desesperada situación de sus semejantes (nada que ver con el Robert Neville que por las mismas fechas estaba perfilando Matheson –1954/2012–). La falta de empatía del protagonista de la obra de Wyndham es absoluta, sin apenas dudar a la hora de abandonar a su (mala) suerte a todos los ciegos con los que se va cruzando. El curso de acción del superviviente del relato es simple: huir de los trífidos y de los peligros de la ciudad (la historia se ambienta en Londres), y su reflexión se ve jalonada de excusas sobre la injusticia que supondría ayudar a unos ciegos y no a otros o, simplemente, sobre la inutilidad de cualquier esfuerzo filantrópico. Rápidamente son despachadas las normas que regían el viejo mundo (entre las cuales parecía estar la solidaridad entre seres humanos) y Masen, prototipo de sujeto liberal que vemos también en multitud de obras del género zombi (como el ejecutivo de la famosa Tren a Busan –Yeon, 2016–, por citar un ejemplo extremo), se entrega con fruición al ejercicio de poner a salvo su cuello.

     Todavía más indiferencia muestra el Masen de la primera obra cinematográfica basada en este libro (Sekely y Francis, 1962), un marinero que pasea por un Londres casi desierto en pos de la estación de ferrocarriles para coger un tren como si de un día cualquiera se tratase (la interpretación del actor que encarna a Masen en esta película, Howard Keel, va más allá del estereotipado hieratismo británico). En la adaptación televisiva más reciente de la obra de Wyndham (Copus, 2009) observamos un cierto cambio en la forma de comportarse de este personaje, aunque solo se trate de un cambio relativo y, en el fondo, bien matizable. Así, el Bill Masen de la miniserie pone cara de estar compungido ante lo que observa a su alrededor, y adopta las maneras del caballero clásico al salvar de las garras de la multitud a una amenazada Jo Playton. Pero, en la práctica, tampoco hace nada por revertir la situación o por ayudar a sus congéneres. De vuelta al libro, los acontecimientos acaban dándole la razón a Masen en su misantropía. Así, cuando es obligado a colaborar con los ciegos (una vez que resulta capturado y forzado a contribuir a la supervivencia de un grupo de invidentes), el desastre se desata de múltiples formas (incluyendo una extraña epidemia), resultando manifiesta la imposibilidad de hacer nada por quienes sufren esta repentina discapacidad, que les sitúa en situación clara de desventaja con respecto a los trífidos en el nuevo orden natural (tan clara como que se considera simplemente inevitable la muerte de todos estos sujetos, no aptos para la vida en el nuevo escenario). Lo mismo, aunque de un modo algo más suave, se constata en la versión de Copus, en la que los trífidos, incluso a pesar de la intervención más o menos convencida de Masen, simplemente suponen un enemigo demasiado poderoso para una población que ha sido despojada de la vista y, con ella, de multitud de capacidades imprescindibles para lograr la supervivencia. En el libro de Wyndham se repiten casi como mantra (aparece en varios puntos del relato) las proféticas palabras de un colega de Masen, que trabajaba con él en una granja de trífidos:

Si aceptamos que [los trífidos] poseen cierta inteligencia, tenemos sobre ellos solo esa superioridad: la vista. Nosotros podemos ver, y ellos no. Suprimamos los ojos, y nuestra superioridad se desvanece. Peor aún, quedamos en una situación de inferioridad, pues los trífidos están acostumbrados a una existencia sin ojos, y nosotros no (…) En realidad, si hubiese que elegir entre la posible supervivencia de un hombre ciego y de un trífido, sé muy bien por quién apostaría (Wyndham, 1951/2008, pp. 47-48).

     ¿Realmente habría de ser así? ¿El colapso de la civilización sería tan inmediato y las turbas de oportunistas todavía videntes se manifestarían con tanta crudeza como rapidez? Nos moveríamos en el terreno de la especulación si pretendiéramos responder a estas palabras (y podríamos oponer el pesimismo de Saramago en Ensayo sobre la ceguera –1995/2000– con el optimismo de Wells en “El país de los ciegos” –1904/1987–), pero tal vez convendría cuestionar los automatismos que establece Wyndham en su narración, más allá de que es de agradecer que no intente ocultar bajo una pátina de inevitabilidad lo que no es sino una decisión moral de su protagonista: renunciar a prestar cualquier ayuda al prójimo y preocuparse exclusivamente por salvarse a sí mismo (y, por razones más o menos evidentes desde el comienzo, a su compañera de aventuras, una Josella Playton que estaba siendo esclavizada por un perverso ciego –curiosamente el personaje de Jo Playton, central en la trama, desaparece en la película de 1962, desdoblándose en dos: una niña a la que Masen “adopta” tras salvarla de otro ciego malvado y una versión erotizada de la señorita Durrant, que viene a convertirse en la pareja sentimental del protagonista en esta versión–). Los invidentes, los enfermos de la pandemia de ceguera que afecta al mundo entero, se presentan en la obra de Wyndham como una masa de brazos extendidos, a la manera en que en el imaginario colectivo se representa el zombi (la similitud en la propia performance de los actores de la película de Sekely y Francis es bastante evidente). Brazos extendidos para tentar un mundo repentinamente ajeno y hostil. Apenas encontramos en el libro algún rasgo que sirviera para identificar a un ciego particular entre la multitud (y, cuando aparece, suele manifestarse de manera negativa, mostrando la mezquindad y el egoísmo de estos individuos). Entre ellos, en brotes de lucidez, se extienden los suicidios, sin que ello resulte algo merecedor de compasión, sino, más bien, la acción propia (e inevitable) de una mente consciente ante el desastre, que acepta con lógica racional que la muerte es la única salida verdaderamente digna para un ser humano.

     El mensaje de Wyndham, de marcado evolucionismo spenceriano (la propia elección de la amenaza “natural” reforzaría esta línea), y con un interesante trasfondo eugenésico en última instancia, es que un discapacitado visual no es un ser humano viable, quedando así limitado a la única decisión sobre si prefiere morir por su mano o agostarse inútilmente tanteando los muros de la ciudad. Y no parece que podamos atribuir directamente esa inviabilidad a la presencia del trífido, por cuanto incluso antes de que Masen se pare a pensar en las implicaciones de la liberación de estas plantas ya había dado por finiquitada a la civilización tal y como la había conocido hasta ese momento. Si en la adaptación televisiva de Copus (2009) Masen dedica todos sus esfuerzos a salvar a la humanidad (detrás en su lista de prioridades, eso sí, de salvar a su creciente familia nuclear –elemento también presente en la película de Sekely y Francis–), en el libro la enseñanza es mucho más cruda e individualista: los ciegos (y, por extensión, también los espíritus débiles que traten de ayudarles) constituyen un obstáculo para la supervivencia individual (o una rémora para poder “avanzar” hacia una sociedad adaptada a las nuevas condiciones del medio). A diferencia de las desvalidas señoritas (y niñas, en las adaptaciones de la novela original), a las que el protagonista puede tomar bajo su protección, el discapacitado aparece como un simple estorbo que, de ser arrastrado por el héroe, puede provocar su fracaso. No hay remordimiento alguno en dejar atrás a estas criaturas, que parecen haber quedado despojadas de su humanidad al haber perdido el sentido de la vista. El de Wyndham es, por lo tanto, un mensaje incompasivo, que es recubierto (en la novela no hay ninguna “adopción del huerfanito”) en las versiones posteriores (Sekely y Francis, 1962; Copus, 2009) de la consabida “responsabilidad familiar” para, de un modo ciertamente cínico, intentar hacer pasar por “héroe de la humanidad” a quien no es más que el prototípico “padre de familia en apuros” que hemos visto en tantas creaciones estadounidenses.   

3. REDENCIÓN Y SOLIDARIDAD: HAY ESPERANZA.

     El tono decididamente crepuscular de El día de los trífidos contrasta con la relativamente feliz situación en la que vive Bill Masen al final de la novela (el amor romántico y la familia se manifiestan como el peso determinante en cualquier evaluación de la vida). Tras superar las más duras pruebas que la naturaleza (y los elementos malvados de entre la nueva humanidad posapocalíptica) le han planteado, es la hora del merecido descanso del guerrero, rodeado de su prole. Esta estampa final sirve como prueba fehaciente de que sus decisiones a lo largo de la historia han sido las correctas (“el fin justifica los medios”, “bien está lo que bien acaba”, etcétera), lo que equivale a decir, de algún modo, que las decisiones de los demás han sido erróneas. Entre estas vías de acción alternativas podemos inventariar aquellos intentos infructuosos por ayudar a los ciegos (Coker) o por constituir comunidades que se rigieran todavía por la moralidad propia del “viejo mundo” (Durrant). El fracaso de estos proyectos (utópicos, en última instancia) parece dibujar en nuestra mente el manido cartel de “no hay alternativa”, y pronto asociamos los escenarios de Londres (y del campo circundante: de nuevo, como en tantas otras obras, la vuelta a la naturaleza se presenta como tabla de salvación) con la emergencia del thatcherismo.

     Los avatares de Masen, una especie de anarcoliberal de los años cincuenta, dan cuenta de la simple “necesidad” de adoptar una manera de comportarse, de mostrar un determinado “carácter” en términos sennettianos (Sennett, 1998/2010), para hacer frente a la catástrofe. Casi puede leerse el relato de este personaje como un diario de supervivencia (o como una “guía” survivalista, al modo de la de Brooks –2003/2015–), una obra pedagógica sobre las bondades del individualismo (y las recompensas que proporciona). Sin apenas pararse a pensar (lo que se describe en el libro son desafíos, problemas de orden técnico, no tribulaciones ni dilemas a nivel emocional), Masen “demuestra” que la piedad, la compasión o simplemente la introspección son elementos inútiles (disfuncionales, contraproducentes incluso) en el equipaje del sujeto enfrentado a una gran crisis. Las semejanzas con la lectura que hemos hecho sobre el género zombi en otro lugar (Urraco y García, 2017) son evidentes, con el añadido de que, esta vez, el zombi aparece duplicado, encontrándolo tanto en las masas quejumbrosas de ciegos absolutamente dependientes como en los amenazadores enjambres verdes de trífidos venenosos (en un exceso, los trífidos de la película de Sekely y Francis son, por añadidura, capaces de resucitar y regenerarse). La receta siempre es la misma: correr, escapar, no convertirse en uno de los ciegos que después son devorados por esas criaturas reinas de los nuevos tiempos (nótese que la novela de Wyndham es previa a la primera de las películas de Romero, pudiendo tomarse al trífido como un colega temprano del zombi –las escenas de encierro de la película de Sekely y Francis evocan las que después protagonizarán esos cadáveres redivivos–).

     Y, sin embargo, justo cinco décadas después, Bill Masen vuelve a tocar nuestra puerta buscando una segunda opinión. No es que se arrepienta de sus actos (seguramente todo lo contrario), pero tal vez una nueva sensibilidad en la sociedad del siglo XXI nos lleve a mirar con otros ojos (o tal vez no) “lo que tuvieron que hacer para escapar”. Es cierto que se trata de un Masen cambiado (sobre todo porque su creador, John Wyndham, ya había fallecido), dibujado ahora por las manos de otro autor, Simon Clark, que con La noche de los trífidos (2001/2004) pretende reactivar una “saga” que había quedado conclusa. La aparición de esta secuela apócrifa generó ciertas reticencias entre algunos aficionados, como puede constatarse en las reseñas que el libro de Clark recibe en foros de lectura de internet. Como comentábamos al principio de este artículo, para muchos, la novela de Wyndham es una obra de culto, y no ven con buenos ojos una nueva visita al mundo infestado de trífidos descrito por este autor. No obstante, y bajo la premisa del homenaje (Clark dedica su libro a la memoria del propio Wyndham, en el cincuenta aniversario de la publicación de El día de los trífidos), nos encontramos de nuevo en la Inglaterra posapocalíptica, en un futuro bien delimitado: treinta años después de la noche del cometa (mención al cometa que, por cierto, no deja de ser un guiño también del propio Wyndham a su admirado Wells). Y nuestro guía, en esta ocasión, no será Bill Masen, ahora abnegado profesor de Biología que busca la manera de erradicar la plaga de trífidos del mundo entero, sino su hijo, David Masen, apenas un bebé al final del relato inicial, pero que ahora, a sus 29 años, va a ser el sujeto del típico Bildungsroman a lo largo de las páginas de esta novela, que adopta, en lo esencial, el mismo estilo narrativo que la original de Wyndham (novela que, de hecho, aparece en el propio relato de Clark, por cuanto se supone que el libro de Bill Masen –que no es otro que El día de los trífidos– se ha convertido en un auténtico best-seller del nuevo mundo).

     El hecho de que David sea un joven “nativo posapocalíptico” resulta ya un primer elemento de interés, que podría servirnos para conectar (véase Castillo –2021–) esta obra con otros títulos recientes de “distopía adolescente” (o juvenil, en una ampliación de la franja de edad tan pragmática como justificada), habida cuenta del auge que estos relatos experimentan en el comienzo del siglo XXI (la motivación comercial detrás de la publicación de libros es un elemento que nunca deberíamos perder de vista). El diálogo permanente entre el viejo y el nuevo mundo, o entre las sensibilidades de los jóvenes nacidos y criados tras el desastre y lo que intuyen a partir de las huellas del pasado (retazos de conversaciones con sus mayores, fotografías antiguas, ruinas de edificios, etc.), puede servirnos para rastrear aspectos de cambio social a través de la mirada de los autores de estas obras (véase Urraco –2016–). Como todos los miembros de su generación (y aquí sí que está justificado el uso del término mannheimiano de “generación” –véase Mannheim, 1928/1993; Urraco y Moreno, 2018–), David no es ciego, constituyendo una “segunda oportunidad” para la humanidad, una nueva posibilidad de corregir los errores del pasado (y, en este caso, una vez más, podríamos añadir también “los pecados de sus padres”). Carente de maldad y dotado de buenos sentimientos, el relato del segundo Masen nos reconcilia con el espíritu humano, al menos en lo que se refiere a su encarnación en el protagonista de la historia, que, en esta ocasión, encuentra su némesis en el propio ser humano, concretamente en el régimen (imperialista y militarista) formado en Manhattan bajo la égida de viejos supervivientes a la catástrofe, en lo que no deja de ser un enfrentamiento intergeneracional directo entre dos maneras de concebir el mundo pasado, presente y futuro (y, de paso, quizás una crítica a la adultocracia, por cuanto se nos explica que el 90% de la población tiene menos de 25 años y, sin embargo, se hallan bajo la dirección de un superviviente de lo que se ha rebautizado como “El Comienzo”… y sometidos a un régimen político con continuas alusiones a la antigüedad de Roma –no faltan las estatuas de Julio César o Adriano en el Empire State, convertido en cuartel general del dictador–).

     Como sucede en las obras sobre zombis más modernas (y se trasluce en la propia narración de Wyndham), el verdadero peligro no es el trífido (incluso aunque ahora hayan desarrollado una capacidad para comunicarse, hayan mutado y puedan desplazarse por el agua o hayan aparecido nuevas variantes que alcanzan casi veinte metros de altura…), sino el egoísmo humano, el ansia de explotación del prójimo, la injusticia, la insolidaridad, etc. Como si de una nueva Alianza Rebelde se tratase, imbuidos por un profundo amor a la justicia y a la igualdad, la guerrilla de opositores al régimen (entre los que pronto se contará el propio David –y, felizmente, todos aquellos que le son simpáticos a lo largo del libro–) combate los planes de aumento de la fecundidad del dictador de turno, que pretendía repoblar el planeta a partir de nuevas cohortes de humanos (insistimos, ya no aquejados por la ceguera) que acabasen con el trífido (y, de paso, extendieran las fronteras del naciente imperio, todavía circunscrito a la isla de Manhattan). En palabras del general Fielding (que es, en realidad, la “evolución” en el tiempo de un enemigo del Bill Masen de Wyndham), jerarca máximo de este régimen, al ser preguntado por David Masen acerca del objetivo final de sus acciones: “conquistar el mundo, por supuesto (…) O, para ser más preciso, debería decir reconquistar el mundo. Para todos nosotros. Para la raza humana. Y aniquilar al único verdadero enemigo” (Clark, 2001/2004, p. 170).

     Por supuesto, la loable intención inicial (reclamar el mundo para la humanidad, derrotar a los trífidos, llevar más allá los límites de la presencia humana sobre la faz de la Tierra, etc.) se ve pronto desenmascarada por la cruel realidad de un sistema esencialmente fascista y antidemocrático, que recurre al apartheid racial, practica la castración química, esclaviza a los trabajadores (a los que marca la piel con números), utiliza a los ciegos como animales de tiro, produce bebés de modo industrial y reduce a multitud de mujeres al maquinismo, ejerce alegremente un colonialismo feroz, desliza una preocupante similitud entre su política de natalidad y el Lebensraum nazi, etcétera. Como era previsible, la facción opuesta (inicialmente presentada como “terroristas”, pero pronto dibujada como “luchadores por la libertad”) no presenta ninguno de estos rasgos, sino que se ubica en los extremos opuestos de todas las dicotomías polares con las que se maneja el libro de Clark, que, aunque pretende introducir algo de controversia sobre la moralidad de ciertas acciones (utilizar los trífidos como distracción bélica, liberándolos por el centro de Manhattan), es bastante poco ecuánime sobre la valoración de las dos propuestas políticas en disputa. El único punto en que parece “ceder” el narrador a la hora de sopesar la aportación del tiránico régimen neoyorquino es en el reconocimiento de que su líder “tiene un plan”, como constata David Masen en un acceso de autocompasión y de autocastigo por la molicie en la que ha vivido todos estos años:

por muy desagradable que me resultara a mí la estrategia del general, sabía que tenía sus ventajas (…) Si teníamos que hacerle la guerra a un número titánico de trífidos, necesitaríamos un ejército de proporciones igualmente titánicas. Y, más importante aún, el general Fielding estaba impulsando a su comunidad a que se extendiera e invadiera el territorio continental ocupado por los trífidos, a que reconquistara el mundo para la raza humana. Mientras que nosotros, en nuestra pequeña isla cerca de la costa de Inglaterra, estábamos contentos con pasar nuestros días en una feliz ignorancia de lo que estaba sucediendo en el mundo. Éramos pasivos, algunos incluso podrían decir perezosos; no teníamos ningún plan para reestablecer comunidades en el territorio continental (…) Aunque en este momento la población no fuera capaz de verlo, la verdad era que el pacífico aislamiento de la Isla de Wight se convertiría algún día en su justo castigo (Clark, 2001/2004, pp. 175-176).

     No obstante, esa aparente concesión tiene únicamente la función de permitir, más adelante, dotar de nuevo impulso a la trama narrativa, recogiendo la bandera de la reconquista de la Tierra pero solo para plantear que se puede llevar a cabo de otro modo (“otro mundo es posible”), más democrático, más “humano”. Resulta muy significativo que no se cuestiona la eficacia del plan del malvado general Fielding, sino sus maneras o lo que implican para una única persona (la joven inmune al veneno de trífido a la que se pretende convertir en madre biológica de una nueva humanidad): el individualismo triunfante vuelve a ponerse por encima de lo colectivo, asociado en este caso (para poder rechazarlo de un modo más sencillo) a la megalomanía de un dictador cruel y despótico. David Masen es, indudablemente, una buena persona, que se preocupa por los demás (por “los suyos”, sobre todo, pero no solo), y que se encuentra en el bando correcto de la historia, del lado de quienes rechazan la tiranía y la desigualdad. Desde esta posición, sin prisa pero sin pausa, se pondrán a la tarea de recuperar el mundo, sin caer por ello en formas aberrantes de organización social, como la que constituía el incipiente imperio de Manhattan. Para ello cuentan con el ingenio técnico (el desarrollo del procesador Masen-Coker, que permite utilizar aceite de trífido refinado para hacer funcionar maquinaria de todo tipo) y, sobre todo, con la razón de su lado. Se trata de un sistema que se reconoce como menos eficaz que el propuesto por Fielding, pero que asegura el respeto de ciertas libertades individuales que parecen innegociables (consustanciales al ser humano, naturales en definitiva). Después de todo, como plantease Simak en su maravillosa Ciudad (1952/2002, p. 306), “mejor perder un mundo que caer otra vez en el crimen”. Y ese “crimen” puede adoptar (muy) distintas formas.  

4. UN UNIVERSO TODAVÍA POR DESARROLLAR: ¿EL MAÑANA DE LOS TRÍFIDOS?

     Del mismo modo que no nos resultará sorprendente que haya aparecido la secuela de Clark a partir del libro de Wyndham (después de todo, vivimos en una era de remakes y de “relecturas” de obras clásicas), puede resultarnos algo más extraño que no se haya generado un auténtico universo narrativo a la sombra de los tallos de esta curiosa planta venenosa. Después de todo, estamos ante un enemigo con cierto potencial, que permite conectar multitud de temores que se han podido suceder (o superponer) a lo largo de las últimas décadas, desde los peligros de la manipulación genética (el clásico “jugar a ser dioses”) hasta la más primitiva forma de terror ante el antropófago monstruo alienígena (o, al menos, de aspecto alienígena, pese a las dudas que deja en el aire Wyndham sobre su origen real –dudas que se evaporan en la primera adaptación cinematográfica, el clásico de 1962 dirigido por Sekely y Francis y significativamente traducido en España como La semillla del espacio–). No es casual que la última versión televisiva (Copus, 2009) introdujera un giro para hablar de la amenaza del cambio climático, o que Clark, en su secuela (2001/2004), incluya (sin mayor justificación) el tema del racismo, buscando conectar con nuevas sensibilidades sociales. Es cierto que la presencia del trífido en la cultura popular se puede rastrear en distintos puntos, pero se trata de elementos casi anecdóticos, cuando no simples bosquejos de posibilidades o atisbos. Vemos trífidos sembrados en la granja de Cletus en el videojuego The Simpsons: Tapped Out (EA Mobile, 2012) y podemos llegar a establecer alguna conexión entre esta planta y el tentáculo del clásico juego de LucasArts (Grossman y Schafer, 1993), más allá de que en dicho título no haya (que sepamos) ningún “huevo de pascua” que nos sirviera para identificar el eventual “guiño” a la obra de Wyndham (¿acaso el mismo título del juego?). ¿Por qué una obra que se considera ya un clásico de la ciencia-ficción no ha tenido una mayor presencia posterior en otras obras o, directamente, por qué no ha generado un universo narrativo y transmediático del mismo tipo que el desarrollado, por ejemplo, a partir del Metro 2033 de Glukhovsky (2005/2012 –véase Castillo y Urraco, 2022–)?

     Para responder a esa pregunta tal vez pudiéramos partir de la propia fecha de publicación de la obra germinal de Wyndham para ver sus ramificaciones (aprovechando la metáfora vegetal que tan a mano se nos presenta). El contexto del momento en que dicha obra se publica conduciría a los primeros lectores más a la advertencia sobre la amenaza nuclear (o los peligros de la geopolítica mal gestionada) que a la reflexión sobre la manipulación genética, aspecto que llenaría la imaginación de las personas en el cambio de siglo, es decir, mucho después de que la obra de Wyndham se asentase y perdiera la efervescencia inicial, que es cuando es más probable que se produzcan reinterpretaciones y obras derivadas (en ese punto es en el que debemos leer la película de Sekely y Francis, de 1962, que se enmarcaría en un simple “terror alienígena” de la tradición pulp norteamericana, seguramente marcando para siempre la visión colectiva sobre la obra de Wyndham).

     En otro lugar (Urraco, 2020) hemos señalado, también, que la aparente tendencia a generar obras derivadas (fanmade) debe conectarse con un nuevo escenario de consumo en el que las producciones artísticas son “prosumidas”, en un contexto de co-creatividad 2.0 (o 3.0) distinto al de la sociedad de la época en que los trífidos salieron por primera vez de sus granjas y amenazaron a la humanidad. No debe olvidarse que la primera adaptación cinematográfica de esta obra (aunque se aleja notablemente de la trama de la novela) se estrenó en 1962, en un canal todavía totalmente unidireccional que parecía agotar las posibilidades transformadoras de un relato que, como mucho, tuvo después distintas “versiones” radiofónicas (dependientes de la interpretación vocal de los actores), casi siempre circunscritas al ámbito de la BBC. Tal vez este elemento, un cierto “localismo” británico, tanto en el desarrollo de las andanzas de Masen como en la difusión posterior de la obra de Wyndham, puede haber influido también en la insularidad que, durante tanto tiempo, presentó la novela escrita, único espécimen de lo que podría haber sido una fecunda cosecha de obras en torno al trífido y que apenas contó con la compañía de una versión cinematográfica que se permite introducir multitud de licencias con respecto al texto original.

     Sin duda, la veneración ante lo que se considera una obra cumbre puede haber disuadido a muchos autores de manosear el legado de Wyndham, pero debemos tener en cuenta que no se trata de un escenario “cerrado”, como pudiera ser el descrito por Orwell (1949/2006) en 1984 (por citar solo un ejemplo de clásico sobre el que no se han producido secuelas, precuelas o manifestaciones amateur reseñables), sino que el trífido como enemigo y el propio mundo descrito por Wyndham ofrecen un escenario de posibilidades que, de hecho, pareciera que el propio autor quisiera que se explorase. No en vano (atención: spoiler) su obra finaliza con lo que parece una invitación, que, de hecho, ha sido recientemente recogida por John Whitbourn en The age of the triffids (2020). Así, el libro (que, como hemos señalado, es un diario que pasa a formar parte del propio paisaje de la novela) se cierra de un modo muy abierto: “Y aquí mi narración se une con el resto. Lo encontrarán ustedes en la excelente historia de la colonia de Elspeth Cary” (Wyndham, 1951/2008, p. 279). Mucho más explícito al respecto parece mostrarse el primer “heredero” (para otros “profanador”) de la obra de Wyndham, Simon Clark, cuando finaliza su libro con un críptico resumen de “nuevos problemas” que se están viviendo en otras partes del mundo. No queda claro si, con ello, se está dejando la puerta abierta a sí mismo para producir una auténtica saga propia o si, por el contrario, pretende que alguien tome el testigo y amplíe el universo literario del apocalipsis trífido (y/o de la reconquista humana):

Me enseñó un informe de la gente del grupo de Wireless Investigación anunciando que habían captado una señal de radio inexplicable, e indescifrable, de asombrosa potencia (…) las transmisiones se oían a voz en grito desde un rincón lejano del mundo (…) ya están planeando enviar una expedición para encontrar la fuente de esa misteriosa emisión… (Clark, 2001/2004, p. 380 –los puntos suspensivos finales aparecen en el propio libro–).

     Con todo, en nuestra humilde opinión, los motivos para la languidez con la que parece desarrollarse este universo pueden ser una suma de los factores anteriormente expuestos (asociación con “lo british” por la propia historia de “apropiación cultural” que el relato ha tenido hasta la fecha, antigüedad de la obra fundante, formato inicialmente unidireccional que parece más complicado de moldear después, temas relativamente alejados de la sensibilidad de la sociedad del siglo XXI y/o superados por otras obras posteriores para el momento histórico actual…), unidos a un elemento que no debemos soslayar: las plantas, en general, no dan miedo (de hecho, hay incluso quien nos ha dicho que no debemos preocuparnos por la evolución vegetal real –Crespo, 2021–, olvidando las premisas de cualquier historia de –no en vano así llamada– ciencia-ficción). Es más: las plantas son algo que, en nuestra sensibilidad contemporánea, son objeto de atención, protección y cuidado. Incluso en el caso de que se trate de plantas alienígenas con claras tendencias homicidas, el subconsciente colectivo no reacciona igual ante un vegetal (que, por añadidura, se mueve lentamente, “como un hombre con muletas” –Wyndham, 1951/2008, p. 40–) que ante un mortífero rayo láser, un cadáver reanimado o un horripilante mutante posnuclear. El propio Tentáculo Púrpura del juego antes mencionado, inserto como está en una obra que se caracteriza por su amable humor y sus pixelados decorados (hoy) vintage, inspira en la actualidad más ternura kawaii que temor. Es cierto que en las versiones modernas se ha querido introducir algunos elementos que hagan del trífido un rival más temible (las raíces prensiles de la miniserie televisiva de Copus o las modificaciones de distinto tipo que señala Clark en su libro), pero, puestos a hablar de manipulación genética, el panteón de horrores imaginables parece estar hoy repleto de mejores ejemplares. Si Más verde de lo que creéis (Moore, 1947/1985) tiene un arranque humorístico, el trífido corre el riesgo de convertirse en ese enemigo de la “primera pantalla” de los videojuegos, cuando no en un meme de “cardo cabreado” que ha visto cómo otros han ocupado el top of mind de criaturas de pesadilla de la humanidad contemporánea.

     Desde luego, el mundo que nos lega Wyndham, y que después lleva treinta años hacia adelante en el tiempo Clark, es un maravilloso universo abierto para la imaginación distópica y, quizás sobre todo, para la reflexión sobre la posibilidad de la utopía. No dejan de ser, como ya comentamos con anterioridad, diseños utópicos los que se plantean tanto en la obra de Wyndham, desde la fría lógica survivalista (y apoyada en el poder militar) de Beadley hasta la comunidad tradicional de Durrant (extraña e innecesariamente dotada de un perverso carácter religioso en la adaptación televisiva posterior, que resulta muy poco creíble en ese punto en particular, aunque tal vez sea un guiño a otra obra de Wyndham, Las crisálidas –1955/2019). La comunidad descrita por Clark, punto de unión entre el relato de Bill Masen y el de su hijo, es un bucólico remanso de paz asentado en la isla de Wight (el relato parece tomar imágenes del arranque de El Señor de los Anillos en los campos de la Comarca –Tolkien, 1954/2004–), en el que ciegos y videntes conviven en armonía y han sabido adaptar su entorno a sus necesidades (municipios blind friendly). La ciudad de Manhattan, por su parte, es una Terminus brillante o una deslumbrante Babilonia (la luz, el neón, como signo de corrupción y falsedad), pero también en ella (o quizás solo en ella) existe un latido utópico claro, un programa de actuación con propósitos perfectamente definidos, como antes se ha señalado. El problema, una vez más, es que la utopía no tiene el mismo potencial comercial que ha demostrado tener la distopía y esto conduce a que los autores contemporáneos se vean en la necesidad de introducir elementos de conflicto de un modo más o menos forzado (el autoritarismo en la dirección de Manhattan o unos afanes segregacionistas tan caducos como innecesarios), siempre acudiendo a una justificación (verdadero deus ex machina) basada en la naturaleza humana, inexorablemente insolidaria y tendente a la explotación del prójimo (pero, por fortuna, siempre abierta a la redención y a la posibilidad de corregirse). Resulta, en ese sentido, enternecedor el modo en que finaliza Clark su obra, después de un baño de sangre lleno de clichés, digno de cualquier perezoso guionista hollywoodiense: el ser humano es malo por naturaleza, sí, y se le puede engañar fácilmente, pero también tiene una sorprendente capacidad de adaptación cuando se le muestra la verdad, que asume (nuevamente) de un modo acrítico. Una vez más, el individuo se impone a la masa, el prohombre de turno guía a los anónimos ignorantes y la crisis se resuelve… hasta la siguiente entrega/aventura.

     Es posible que, con el tiempo, más autores quieran ubicar sus tramas en el escenario verde dominado por los trífidos, comprando en la última frontera una pequeña parcela (o un rancho grande, una granja, una prisión…) o despertando a la vida a nuevas generaciones de jóvenes criados en unas coordenadas sociales bien distintas a las nuestras (o quizás no tanto). Después de todo, cuentan con lo necesario para mudarse a ese contexto: insularidad natural (la isla y la utopía) o artificial (el trífido puede permanecer inactivo y ni siquiera empujar para forzar un vallado, si así lo decide el autor de turno), amenazas externas (los propios trífidos, que, una vez abierta la caja de las licencias creativas, incluso pueden mutar) y peligros internos (los conflictos intragrupales o, sobre todo, los riesgos provocados por la existencia de hostiles grupos de otros), estados (y tribus, y facciones, y cacicazgos) más o menos totalitarios y enfrentados entre sí, científicos que han jugado con fuego y han provocado un desastre, posibilidades de inmunidad a discreción, familias (siempre familias) y esperanzas de un futuro mejor para ellas (no es una distopía, sino un universo posapocalíptico con múltiples posibilidades, en definitiva). Es decir: ni más ni menos que lo que otros muchos productos culturales ofrecen al lector/espectador y al “prosumidor” de nuestros días. Tenemos por delante, pues, un universo pendiente de configurar, en el que queda determinar si habrá alternativa a los dogmas capitalistas o si deberemos constatar que la imaginación ha periclitado ante la pretendida inevitabilidad de la distopía (Rey, 2022). Veremos si esos nuevos colonos en estas tierras inhóspitas se entregan al liberalismo del homo novus de nuestra era o si se plantean nuevas posibilidades de reconstrucción (o de construcción original, verdaderamente alternativa, genuinamente ex novo) de la sociedad humana.

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